Rincones del Atlántico

Fuerteventura es Biosfera

Tony Gallardo Campos
Gerente de la Consejería de Medio Ambiente del Cabildo Insular de Fuerteventura
Fotos: Cabildo de Fuerteventura, Juan Antonio Pérez Giralda, Rincones, Carlos Guevara


La retina del observador queda impactada por el derroche de luz. A ambos lados de la mirada se produce un vacío que, poco a poco, se va ocupando con el rojizo de la tierra yerma, los tornasolados de las superficies pedregosas, el amarillo inmaculado de las arenas y el verde turquesa del mar. Un mundo sin obstáculos, que no vacío, que nos cuenta su azarosa condición millonaria en años. Un imponente libro de geografía geológica que nos habla de los orígenes plutónicos de nuestra madre tierra. Todo menos la isla mítica imaginada. Nada del verdor de la floresta ni del marrón oscuro de la tierra húmeda.

Fuerteventura es espacio, es un cuerpo de mujer tendido sobre el mar del que sobresale sólo el espinazo pétreo de los farallones montañosos del macizo de Betancuria y Jandía. Un cuerpo largo y enjuto, colmado de cicatrices de viento y agua, que conforman agudos barrancos y sinuosas laderas de formas casi orgánicas.

El observador sigue con la mirada puesta en la horizontal condición de la isla, hasta que salen a su encuentro los centinelas de la memoria y el tiempo. Primero el mágico pitón traquítico de Tindaya, vínculo anímico con la cosmogonía de los ancestrales Majos. Catedral a cielo raso de los míticos pobladores de la isla que desde lo alto seguían con atención los designios del cielo. Sus huellas, labradas laboriosamente en la roca, nos llaman a la armonía con la naturaleza. El observador se coloca sobre la traquita y posa suavemente sus manos sobre los ojos/aguas de la piedra. La energía, a decir de los chamanes, fluye por estos poros de piedra directamente al alma. No es de extrañar que el escultor Chillida haya sentido “esto”y se ofreciera como médium para hacernos transitar hasta al núcleo central de nuestro propio origen vital, el corazón de la tierra.

Después los volcanes dormidos. Sus negros cráteres, alineados uno detrás de otro, se antojan como cabezones totémicos de la isla de Pascua. Los nuestros, con sus bocas abiertas, amenazando con tornarse rebeldes y escupir fuego de nuevo sobre las blasfemas construcciones que amenazan el paisaje. Los mismos volcanes albergan en su seno manchas verdes, de tabaibas, espinos y aulagas, primeros y casi únicos colonizadores de lo que los lugareños no pueden llamar de otra forma más que MALPAÍS. Volcanes de furor o paz. Dormidos o atentos. Es país malo, pero naturaleza buena, naturaleza que se resiste a ser domeñada por el hombre. Sus retorcidos homúnculos modelan el basalto de forma caprichosa y dramática creando un universo poblado de fantasmas. Vuelve a ser espacio que no vacío. Y el observador se impregna de sosiego ante la constatación del determinismo del tiempo. Sobrecoge pensar en “millarños” y no en minutos.

El aire se torna de fuego en las planicies del centro, en algunos momentos la reverberación nos hace pensar en lo imposible de la vida misma. Hombres y animales se empeñan en demostrarnos lo contrario. Son hombres duros, mesetarios, recios en su austera forma de sentir la tierra, dispuestos a resistir las calamidades de la sequía o el aguacero. Ingeniosos en el diseño de una estrategia vital que pasa o más bien pasaba, por cuidar su bien más preciado, el agua. Los acompañan un sin fin de náufragos en el empeño. Aves que recorren las planicies esteparias de puntillas como si no quisieran quemarse los pies (corredores, gangas, ortegas, alcaravanes…). También la augusta hubara, reina de la estepa. Su mirada está tan hecha al contorno horizontal de los jables del sur o a las llanuras pedregosas del norte que el más mínimo obstáculo la hace emprender una agitada huida. A los observadores pacientes, sin embargo, es capaz de regalarles los pasos rítmicos de su seductora danza de apareamiento. Nada más vivo que la estepa y nada más en riesgo de sucumbir al run run del progreso. El cielo se puebla con la presencia de otro huésped ilustre, el guirre majorero; su apellido atestigua su pertenencia ancestral a esta tierra. El guirre, con su plumaje impoluto de blanco forense, es un superviviente empeñado en no sucumbir a los cables, a la ocupación del suelo y hasta a males modernos tan absurdos pero tan letales como la enfermedad de esas vacas que pagan la locura de sus dueños. Tierra y aire, menos de la mitad del universo mundo, la otra parte, su mar, su horizonte. Esta tierra hecha de contrastes singulares pasa casi sin solución de continuidad de la planicie a la playa y adquiere su condición plena cuando los miembros exentos de ese cuerpo isla se hunden en el abismo del océano. La isla son arenas que se remansan en sus costados sedentes, abrigadas de la fiereza del viento o rasas volcánicas repletas de lapas y mejillones que aguantan el embate de las olas oceánicas. Las playas son la isla, pero también su pesadilla más pesada. De ellas ha llegado por fin el respiro a sus gentes y con ellas también la amenaza de su equilibrio.

La isla que queremos, la isla capaz de conformar un nuevo mito, se encuentra en ese camino que recorremos cada día. La isla biosfera es la isla del respeto al universo mundo que heredamos y que todavía hoy tenemos, es un rincón vivo del Atlántico.


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