Rincones del Atlántico

La isla-continente que quisieron convertir
en continente-isla

Fernando Sabaté Bel
Profesor del Departamento de Geografía de la Universidad de La Laguna.
Fotos: Juan Antonio Pérez Giralda - Fernando Sabaté Bel - Rincones

En los últimos años, no son pocos los trabajos de investigación universitaria, los artículos de opinión y los pronunciamientos públicos que expresan con claridad los niveles severos de degradación que padece el paisaje, físico y social, del Archipiélago Canario. Y lo hacen cargados de datos y de razón. Lo que aquí me propongo expresar es una dimensión menos visible, en apariencia, de lo que ocurre en nuestra tierra, pero que acaba influyendo de modo determinante en aquel deterioro que sí perciben los sentidos. Se trata de un aspecto mucho más sutil de la transformación ecológica de Canarias (extensible a muchos otros ámbitos del Planeta), aunque no por ello menos importante: el de la destrucción del frágil binomio tiempo—espacio, tal como fue concebido a lo largo de un periodo muy dilatado de la historia humana, y aún del proceso mismo de humanización. Quisiera introducir en el debate sobre el medio ambiente insular lo que el filósofo francés Paul Virilio propuso denominar hace algunos años la “contaminación de las distancias”: una forma de alteración de nuestra relación con el territorio que tiene efectos más perversos de lo que cabría imaginar a priori. Se trata, por otro lado, de afecciones que vienen siendo denunciadas por el movimiento ambientalista, pero acerca de las cuales me gustaría aportar un nuevo enfoque.

La isla-continente en la percepción colectiva

Para sus moradores, la ‘isla’ ha sido sobre todo equivalente al ‘mundo’. Las islas, cada una de ellas, constituyen un verdadero continente para sus habitantes. Es éste un fenómeno bien conocido y estudiado por la Geografía de la Percepción y la Psicología Ambiental en muchos lugares; y nos puede resultar familiar a los insulares a poco que nos miremos a nosotros mismos con un poco de conciencia crítica. En tal sentido, el viejo eslogan de ‘continente en miniatura’, empleado antaño para la promoción turística de algunas islas del Archipiélago, se podría aplicar no solo a la diversidad ecológica y paisajística intrainsular, sino también a este efecto de ‘continentalización’ del espacio habitado y percibido de forma inmediata.

La historiografía canaria puede avalar este aserto con abundante documentación empírica. En el siglo XVIII, los vecinos condenados por una sentencia judicial en el entorno de la capital tinerfeña, La Laguna, podían ser fácilmente penados con un periodo de destierro en Buenavista del Norte, al otro lado de la Isla; aquello suponía una verdadera desgracia: verse obligado a marchar a las ‘antípodas’ del pequeño gran mundo insular. A finales de esa centuria, en 1795, se consideró una proeza digna de admiración el que las milicias de Garachico llegaran a tiempo de intervenir en la defensa de Santa Cruz de Tenerife frente al ataque de la escuadra de Nelson: invirtieron en cubrir los cerca de setenta kilómetros un día y una noche completos, y parte de la jornada siguiente. No hace falta decir que aquella suerte de ejército popular se desplazaba a pie, por caminos peatonales o, a lo sumo, carreteros.

La memoria oral retuvo otra anécdota posterior, que puede resultar significativa para lo que estoy intentando expresar. En algún momento de los años treinta, en plena II República, un colectivo de peones enrolados en la producción de tomates en Los Cristianos (dentro del aislado sur tinerfeño) celebraba una asamblea, para deliberar si se debían sumar a una huelga general del sector agrícola. Un trabajador veterano pretendió capturar la atención de los presentes expresándose con las siguientes palabras: “Compañeros, un momento de silencio que ahora voy a hablarles yo. Que yo ha andado muchos caminos, y ha estado en Fasnia y en El Escobonal”. En efecto, un campesino de la zona de Chasna que se hubiera desplazado a los pueblos del Sureste se podía considerar, todavía entonces, un andarín consumado y viajero. Conste que no resultaba extraño que muchos paisanos de esas localidades que rara vez se visitaban mutuamente tomaran un día un barquito en cualquier prois, caleta o embarcadero precario de la orilla más próxima a su residencia medianera, se mudaran a otro barco mayor en Santa Cruz y cruzaran el Atlántico rumbo a Cuba o cualquier otro destino americano, donde se encontrarían por primera vez, construyendo los cimientos de una identidad nacional. Pero dentro de casa, lo que podríamos denominar ‘conexiones horizontales a media y larga distancia’ resultaban tan precarias como infrecuentes. En ese contexto, la aventura transoceánica representaba mucho más que un cambio de lugar. Constituía una transformación radical de las escalas que la gente isleña manejaba en el terruño; lo que suponía también una mutación profunda de su modo de ser y estar en el mundo.

Más cerca de nosotros, no hace falta tener una edad muy avanzada para acordarse de lo que significaba dar la vuelta a la Isla, ya en vehículo mecánico, hace apenas tres décadas. Se trataba de una operación cuidadosamente planificada, para la que se empleaba un día completo (a veces dos), deteniéndose varias veces para restaurar las energías del coche, las del cuerpo y, en su caso, pernoctar. Para la mayor parte de la población, un viaje alrededor de la isla—mundo (o a través de ella, si se ascendía a Las Cañadas, en el caso de Tenerife) constituía un raro privilegio que se reservaba para ocasiones muy especiales, como la visita de algún forastero al que había que cumplimentar con la proverbial hospitalidad isleña.

Nada de esto es igual hoy. Pero al recordar estos rasgos del pasado no pretendo entonar un canto a la nostalgia (un sentimiento legítimo pero poco útil para abordar el análisis de los problemas presentes y su eventual solución). Simplemente quiero evidenciar la comparación, aunque pueda resultar algo extremosa, con la situación actual y sus tendencias, bastante perversas, en mi opinión.

La isla (mal)tratada como un continente

Escribo estas líneas a finales del verano de 2004. Un periodo estival que, lejos de lo que suele ser común, ha resultado en lo social extraordinariamente convulso. Por seguir ciñéndonos a Tenerife —aunque el fenómeno es extensivo al conjunto del país—, desde los barrios de Valleseco y Las Cabritas hasta Icod de los Vinos, desde las personas afectadas por la proliferación de sistemas de cultivos marinos en Los Cristianos, o por el vertedero insular en la costa de Arico, hasta los que temen las consecuencias de la nueva autopista exterior en el territorio que va desde El Tablero a la Cruz Chica, varios millares de vecinos y vecinas se movilizaron activamente en contra de semejante estilo de desarrollo que les afecta de forma negativa; a favor, indirectamente, de otro modelo de Isla. Y lo van a seguir haciendo. Muchos de ellos se han coordinado en la Asamblea por Tenerife, un amplio foro ciudadano iniciado con la oposición al megapuerto industrial de Granadilla como argumento principal, pero que en poco tiempo amplió su visión y su discurso. Numerosos proyectos públicos suscitan la oposición de colectivos ciudadanos, entre los que se cuentan los citados y muchos otros, que logran hacer visible un problema ambiental y lo construyen socialmente como un conflicto ambiental.

Podríamos preguntarnos dónde y cuándo hunden sus raíces este tipo de intervenciones territoriales. Si no todas, al menos una buena parte lo hacen en el modelo de organización del territorio propuesto hacia finales de los años sesenta del pasado siglo, en la etapa conocida como del ‘desarrollismo’. Algo ha llovido desde entonces. Un documento de planeamiento finalizado a comienzos de la década siguiente refleja bien aquella ideología y las operaciones urbanísticas a través de las cuales ésta pretendía cristalizar: el Plan Insular llamado ‘Doxiadis’ (por el nombre de la consultora que lo redactó). A modo de ejemplo, aquel Plan contemplaba ya entonces actuaciones como las siguientes: construcción de un anillo insular de autopistas; Aeropuerto del Sur; urbanización turística de la mayor parte del Sur y Suroeste; consolidación del polo turístico del Puerto de la Cruz; implantación de uno nuevo en Las Teresitas; instalación de polígonos industriales en las costas del Valle de Güímar y Granadilla (este último para industrias pesadas); construcción de un puerto industrial junto al anterior; otro puerto en el litoral del Suroeste; espacios de servicios comerciales —precedente de lo que serán los polígonos de hipermercados y otras ‘grandes superficies’— en determinados nodos estratégicos del anillo viario (justo donde 25 ó 30 años después se implantaron efectivamente).

El Aeropuerto, la Autopista del Sur y sus consecuencias inmediatas sobre el modelo turístico llegaron a materializarse entonces, pero no ocurrió lo mismo con muchas de las demás propuestas; al menos hasta tiempos bastante más recientes. Más de un cuarto de siglo después es cuando casi todas ellas vuelven a situarse en los primeros puestos de la agenda de proyectos —y controversias— públicos. No dispongo de espacio suficiente para abordar las razones que, según creo, paralizaron en las décadas precedentes tales proyectos, que habían nacido en una época en que el ‘atraso’ económico y la ausencia de conocimiento y sensibilidad ambiental explican mejor su razón de ser. Pero sí conviene apuntar, al menos de forma enunciativa —véase el cuadro adjunto—, los factores que están propiciando en la actualidad la culminación de aquel viejo modelo desarrollista y tecnocrático (junto a otros factores que no son en absoluto particulares de Canarias y que presentan un alcance universal).

La lógica profunda, que late en el fondo de todos esos proyectos, no es otra que la lógica de la aceleración de los ciclos de rotación del capital. Una aceleración sin precedentes en toda nuestra historia, ni siquiera en los tiempos de la primera gran transformación de Canarias tras la colonización europea. Una aceleración que conduce a ritmos también sin precedentes de transformación del territorio, de aumento del flujo de visitantes turísticos, de inmigración de fuerza laboral, de consumo de energía, agua y materiales. Esta tendencia hacia la velocidad de los cambios, identifica las distancias físicas como un problema económico y aún político a vencer por cualquier medio. Pretender su resolución, devenida en obsesión, por esta vía, nos conduce a absurdos tales como los que pueden expresar las siguientes ideas recogidas del anecdotario político. Hace poco más de un lustro, el entonces presidente del Cabildo Insular de Tenerife reivindicaba la necesidad de completar el ‘anillo viario’ (eufemismo tecnocrático, que suena muy bien y se utiliza desde hace muchos años para denominar el proyecto de circunvalar la Isla mediante autopista); lo argumentaba sobre la base de que ningún punto de Tenerife debería estar a más de una hora y media en coche de cualquier otro punto de Tenerife, para así “evitar su marginación de los flujos de riqueza y desarrollo”. Pues vale. Hace apenas un año, el actual presidente de la misma corporación proponía reducir esa cifra: ningún punto del entorno del ‘anillo’ debiera estar a más de tres cuartos de hora del otro extremo de la Isla. Estupendo. ¿Cuál será el siguiente ‘reto’ a superar? ¿Media hora? ¿Veinte minutos? Poco antes del verano saltaba a los titulares de algunos noticiarios la imposición de multas en las carreteras de Barcelona a algunos vehículos por sobrepasar la velocidad de 200 kilómetros por hora. ¿Habrá que exigir desde Canarias al Estado Español la eliminación de limitaciones a la velocidad en las autopistas, como sucede en Alemania, para evitar que ‘puntos alejados y recónditos de nuestro territorio se mantengan postrados en el subdesarrollo’?

Intento llamar la atención sobre una ‘nueva’ dimensión de los problemas ambientales: no se trata tan solo (con ser ya muy importante) del impacto paisajístico de las obras viarias y otros megaproyectos; sino de una auténtica ‘contaminación del espacio—tiempo’ y de la forma en que las personas percibimos a la isla como un espacio habitable y humano.

Aunque, como es sabido, no se limitan a los casos anteriores los planteamientos que afectan a la discusión sobre esta materia. Un alcalde del Norte de Tenerife, que no voy a nombrar pero que todo el mundo sabe quién es, terciaba hace no mucho en el debate resucitando otra vieja joya de los tiempos del desarrollismo (que por cierto, ni siquiera contemplaba entre sus previsiones el Plan Doxiadis): la realización de un túnel a través de la Cumbre entre los Valles de la Orotava y de Güímar, para que “la gente que vaya a trabajar al Sur no tenga que dar toda la vuelta a la Isla”. Sin entrar en otro tipo de complicaciones técnicas, basta lanzar una mirada sobre el mapa para observar la mínima reducción que supondría semejante obra respecto a las autopistas que ya existen por el noreste. Pero más que tomárselo en serio, conviene recordar, como hacía Ramón Fernández Durán, la analogía con aquella máxima del movimiento espontaneísta alemán: “Abajo los Alpes, que tapan las vistas al Mediterráneo”. Claro, esos jóvenes anarquistas centroeuropeos de los años sesenta estaban de vacilón, y además se referían a un espacio continental. ¿Hasta qué punto no estamos viviendo una verdadera ‘continentalización’ de las referencias territoriales insulares, llevada hasta límites absurdos, por no decir patéticos?

Isla chica, infierno grande

La velocidad no es un fenómeno en sí mismo, sino la relación entre dos fenómenos: espacio y tiempo. La velocidad es la relatividad en sí misma. No constituye simplemente un problema de tiempo entre dos puntos, sino un medio (una relación intermedia) que está provocado por el sistema de transporte. La obsesión por llegar rápido a todas partes, cada vez más lejos, y su resolución por medio de un sistema de transporte basado en el vehículo individual y privado, se intentó resolver (mal) en otras partes mediante potentes y costosas grandes infraestructuras viarias. En los continentes, al menos existe espacio donde ubicarlas. No sucede igual en las pequeñas islas, por más que nos empeñemos en contemplarlas como lo que no son. A este paso, de hecho ya está sucediendo, se conforma en nuestro territorio una red viaria tan densa, que prácticamente toda la Isla se desenvuelve como si fuera un único y amplio espacio urbano, cuyas comarcas funcionan como ‘barrios’ con distintos niveles de densidad y una calidad de vida que, en general, se deteriora a ojos vista. Así lo anticipó el arquitecto tinerfeño Federico García Barba hace más de diez años, cuando planteaba la paradoja de que ‘la isla es una ciudad’, dotada de un gran ‘parque central’ (el Teide y la Corona Forestal que lo bordea), y algunos pocos ‘parques’ más —espacios naturales y culturales que por su carácter montañoso se resisten a ser manufacturados como urbanos.

Me permito una última metáfora basada en una anécdota local: no hace demasiado tiempo todavía, se inauguró “Pueblo Chico”: un sitio donde pagando una entrada se puede contemplar la representación a escala de edificios y lugares emblemáticos de Tenerife y otros puntos de Canarias. Más allá de sus cuidadas y deliciosas maquetas, y de lo singular que pueda resultar tal idea —aunque tiene precedentes en Cataluña o los Países Bajos—, esta iniciativa hace posible la paradoja de contemplar, uno junto al otro, sin apenas solución de continuidad, el Auditorio de Tenerife y la Casa de los Balcones de La Orotava, la estación marítima de Santa Cruz y el Aeropuerto del Sur, la Catedral de La Laguna y el ‘Corte Inglés’… En definitiva, la Isla en miniatura, la fantasía de contraer el espacio—tiempo llevada hasta el final. Como señala Paul Virilio, refiriéndose en su caso al mundo real (no a un parque temático), “la miniaturización es un efecto de reducción que afecta a la vez al medio y al objeto. Las nuevas tecnologías de transporte —en el extremo, los aviones supersónicos, los trenes de alta velocidad— reducen y miniaturizan las distancias del cuerpo territorial, es decir, del medio ambiente.”

El poder es inseparable de la riqueza y la riqueza es inseparable de la velocidad. La velocidad se convierte en la máxima representación del poder. Pero el poder de la velocidad provoca una pérdida de afecto por el espacio, por el territorio. Tal como señalaba este mismo autor en su obra El Cibermundo, la política de lo peor, “saber que el mundo alrededor de nosotros es vasto, tener conciencia de ello, aunque no nos movamos por él, es un elemento de la libertad y la grandeza humana.” Y sigue planteando: “Creo que hemos llegado a un límite. Pienso que la puesta en práctica de la velocidad absoluta nos encierra infinitamente en el mundo. El mundo se empequeñece y empieza a surgir una sensación de encarcelamiento que los jóvenes quizá no perciben todavía”. Comparto en su totalidad tales afirmaciones.

La cuestión que se nos plantea, antes de que perdamos definitivamente el sentido de la grandiosidad de la naturaleza —aún en nuestra modesta escala insular—, antes de que terminemos de arrojar por la borda la conciencia de nuestra dependencia respecto a esa misma naturaleza, antes de que la estrechez de la isla real, del mundo real (no del mundo y la isla virtuales), se convierta en insoportable, es la recuperación del contacto. El mismo contacto humano, sensorial, que cada vez más personas, dentro y fuera de la Isla, sienten ya como una pérdida. Por fortuna, cada vez más personas también se organizan activamente para defender su derecho a mantener, y aún a recuperar, otro modelo de Isla que, aunque no hubiera sido nunca un paraíso, tienda a ser, al menos, un lugar donde se pueda vivir con dignidad.


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