Rincones del Atlántico



Piedras en el olvido

La mayor parte de los visitantes que se dirigen al Garoé, y buena parte de los que siguen a la Virgen de Los Reyes en la Bajada, pasan inadvertidamente por el pueblo abandonado de La Albarrada. La maleza, los eucaliptos plantados en su interior y el mimetismo de las ruinas en el entorno volcánico, contribuyen al anonimato en que ha caído este lugar. No son los datos historiográficos los que pueden avalar la antigüedad de La Albarrada, sino más bien la memoria histórica de los habitantes de El Hierro. El reconocimiento de este pueblo como uno de los asentamientos más antiguos de la Isla ha quedado reflejado en un viejo romance herreño:

«De la capital primera
del Hierro nombra la Villa.
Tiñor queda en una orilla,
La Albarrada, la tercera, (…)»


Sixto Sánchez Perera
Fotos: Imeldo Bello - Toño Perera

La Albarrada. Su nombre nos evoca significados como pared de piedra seca, cerca,... Precisamente este topónimo se encuentra en documentos del siglo XVI, pero no en relación a un pueblo, sino haciendo referencia al límite que separaba las zonas destinadas a uso agrícola de las de uso ganadero... el viejo pleito entre pastores y agricultores.

Pero en la segunda mitad del siglo XVIII ya no existen dudas: La Albarrada se nombra junto a otras entidades de población como una de las “aldegüelas” pertenecientes a la jurisdicción de San Andrés.

De la importancia de su principal actividad económica da cuenta un relato de finales de ese mismo siglo, donde se describen las famosas apañadas o ferias de ganado, que tenían lugar en diferentes puntos de la isla y que todavía conservan su esplendor en la que se celebra cada año en San Andrés:

Congréganse en el primero de éstos [Eneses] de 400 a 500 cabezas de ganado; en el segundo [Anamosa] de 4 a 6 mil y en la Albarrada de 300 a 400 ó 5001.

En 1860 (por aquel entonces la Isla contaba con una población total de 5.026 habitantes) La Albarrada es descrita como un caserío compuesto por diez edificaciones, de las cuales sólo una era habitada de manera permanente. Es probable que el fenómeno de la Muda o Mudada2 explique este hecho, que no es nada singular en el contexto insular.

Trece años más tarde, los datos estadísticos recogen el mismo esquema, hasta que en el nomenclátor de 1900 deja de figurar y desaparece para la historia, no así para el recuerdo. Quién mejor que José Padrón Machín, el que fuera durante muchos años cronista oficial de El Hierro, para poner voz a la memoria histórica que relata los acontecimientos entorno al abandono definitivo de La Albarrada, en un artículo de 1957 titulado Fuego en la aldea muerta3:

En los últimos diez años del pasado siglo [XIX], La Albarrada venía siendo habitada por un solo vecino. (…) Pedro Padrón nació en La Albarrada; lo mismo que sus padres y abuelos. De niño conoció a otros niños y a unos diez vecinos que convivían con sus familias. (…) Sus padres le decían que habían convivido con unos veinte vecinos y recuerda que su abuelo le habló de una vida compartida con algunos treinta.

Como por ley inexorable de un triste destino –el que tienen todos los pueblos que en vez de progresar languidecen y terminan por extinguirse del todo–, la aldea se fue despoblando. Él –Pedro Padrón– había visto cómo sus casas, una a una, se fueron cerrando hasta que terminaron por cerrarse todas. (…) Cuando vio que se cerraba la última puerta tras la salida de un cadáver, pareció que la llave había dado vuelta dentro de su corazón.

Los techos de las casas, casas frágiles por ser de paja, pronto desaparecieron. Más tarde también las puertas. Por la acción de la lluvia y de la constante humedad se fueron deshaciendo como la carne de los leprosos. Por último, las paredes, mondas y renegridas, semejaban horribles ataúdes abiertos. Él mismo, aunque no se diera cuenta, cuando deambulaba por los callejones y vericuetos de la aldea tenía el aspecto de un tétrico sepulturero. (…) Pero él, Pedro Padrón, no se iba. (…) ‘Yo no abandonaré nunca mis tierras ni la casa donde nací’ (…) Pero Pedro Padrón se equivocaba en eso de que nunca habría de abandonar su casa. (…) Cuando menos lo esperaba, viendo que su casa, la única conservada de la centenaria aldea, se prendía fuego. (…) Luchó como un león por salvarla. Inútilmente. La casa terminó por quemarse totalmente. Allí quedaba la aldea amada, definitivamente sola.


Ciertamente el relato que tan sentidamente transmite José Padrón Machín nos da una vuelta dentro de nuestro corazón y contemplamos durante nuestro paseo las ruinas de La Albarrada con nostalgia y cierto espíritu romántico.

El estado de abandono en que se encuentra este antiguo núcleo impide el recuento exacto de las estructuras arquitectónicas que lo integran y llega incluso a dificultar la identificación de los restos que se contemplan. Esta circunstancia complica el contraste de los datos obtenidos de las fuentes etnohistóricas con los restos físicos que aún permanecen en el lugar, y que pudiera permitir realizar una valoración global sobre cuál pudo ser la entidad real de La Albarrada en otro tiempo. Pero aún es posible contemplar algunos restos reconocibles de las estructuras arquitectónicas características de la arquitectura rural más modesta de la Isla: el pajero. Las paredes de piedra seca derruidas, el hueco vacío de la puerta, único vano en la mayoría de las ocasiones, el triángulo de los mojinetes, deformado por derrumbes parciales, ni asomo de teja en techos que fueron exclusivamente vegetales, la tan característica cubierta de colmo, en algunas esquinas aún quedan resquicios del barro o del embostado4 que revestía las paredes al interior.

El paseo por el poblado permite percibir cierta ordenación urbanística dentro de un conjunto de sitios domésticos aislados, concebidos para evitar expresamente el adosamiento, como uno de los rasgos más distintivos de este asentamiento rural. Esta ordenación se consigue fundamentalmente a través de la comunicación interna del conjunto: un gran camino central del que parten los accesos a cada una de las viviendas, a través de las parcelas destinadas a huerto y otra serie de estructuras secundarias que conforman el sitio doméstico autárquico o, según vocablo de moda, “autosostenible”: huertos, chiqueros, aljibes, cuadras, corrales, palomares, etc.

Los únicos sonidos que esperamos encontrar son el trinar de los pájaros y el viento entre las hojas de los árboles y las piedras de lo que fueron una vez viviendas habitadas. En el silencio nos puede parecer escuchar los ecos de los sonidos que un día vibraron en La Albarrada, chacoleos y discusiones, niños jugando, los ruidos del trabajo cotidiano: la lanzadera del telar, la azada contra el suelo, mugidos, balidos, relinchos...

Pero la ensoñación romántica de quien puede evocar el pasado paseando entre las ruinas de lo que fuera La Albarrada se interrumpe bruscamente por un elemento enormemente perturbador: la presencia en las inmediaciones de una planta transformadora de áridos, la machacadora. Nunca mejor nombre para el estruendo que ocasiona y la nube de polvo que a capricho del viento puede nublar la visión del poblado.

Una desafortunada rehabilitación nos devuelve al mundo de la rentabilidad inmediata a costa de todo y la especulación inmobiliaria.

Sin embargo, el despertar a la realidad no debe sumirnos en un pesimismo resignado y también egoísta, por qué no decirlo. Si así lo demanda la ciudadanía La Albarrada puede tener cabida en nuestras vidas nuevamente. No como un “nuevo viejo pueblo” en la Isla, no necesariamente volviendo a habitarlo, quizá no sea imprescindible proceder a su restauración, como su coetánea Guinea, en el Valle de El Golfo.


Conservar La Albarrada podría permitir a las generaciones venideras decidir el destino de esta importante muestra del patrimonio histórico herreño. Bajo esta perspectiva es posible ver La Albarrada no como nuestro legado sino como parte de la herencia que transmitiremos a nuestros descendientes.

Bajo este punto de vista podría adoptarse una actitud pasiva y contemplar cómo las calcosas van adueñándose del pueblo o, por el contrario, participar activamente en una de las más importantes tareas que asume una generación: la de transmitir valores, el conocimiento y respeto de nuestro pasado, el reconocimiento de nuestras señas de identidad, la valoración de nuestro patrimonio cultural, etc.

De esta manera, no nos limitaremos a esperar con los brazos cruzados la iniciativa del futuro y podremos emplear para esta tarea los recursos de que disponemos, entre ellos uno de los más interesantes: un pueblo abandonado. Orientar una posible actuación de La Albarrada hacia una labor didáctica proporcionaría una herramienta pedagógica de primer orden a la comunidad educativa, no sólo local sino internacional.

La visita escolar a un pueblo abandonado produciría un importante impacto emotivo que podría canalizarse, con las herramientas adecuadas, hacia una labor de concienciación a través de la valoración y conocimiento del patrimonio histórico y su entorno natural, aprovechando su ubicación en las inmediaciones del Paisaje Natural Protegido de Ventejís. Una de las formas más sencillas sería dejar rienda suelta a la imaginación, empleando los recursos que el propio pueblo ofrece para entender el día a día de la comunidad humana que allí vivió y cómo el devenir del tiempo puede dar lugar en el peor de los casos al abandono y olvido.

En la práctica, se trataría de consolidar las ruinas y permitir que se pueda transitar por los caminos y sitios domésticos del lugar, ubicando algunos elementos de intermediación que facilitarían una correcta interpretación de lo contemplado en su contexto histórico y natural. Destinando el pueblo a la labor didáctica de enseñantes, se dispondría de un recurso educativo que permitiría motivar al visitante, de la edad que fuera, para que observara el lugar con ojos de etnográfo/a, antropólogo/a o ecólogo/a.


Sería una manera modesta de recuperar para la memoria de generaciones venideras una importante parte de nuestra historia y del legado de nuestros antepasados.


Notas:
1.- URTUSÁUSTEGUI, J. A. de, 1983: Diario de viaje a la isla de El Hierro en 1779. Centro de Estudios Africanos. Ed. de Manuel J. Lorenzo Perera. La Laguna.
2.- Para quienes lo desconozcan, la Muda o Mudada es una estrategia económica de carácter estacional que se adapta a los diferentes ciclos bioclimáticos anuales que se suceden de costa a cumbre en la isla. La Mudada, equivale a un tipo de trashumancia muy particular en la que participaba la mayoría de los integrantes del núcleo familiar, así como buena parte de sus bienes muebles y animales domésticos. En el hecho de este trasvase poblacional es donde se encuentra el origen de nuevos asentamientos, localizados de manera preferente en zonas bajas de la isla, quedando los de partida abandonados buena parte del año.
3.- PADRÓN MACHÍN, J., 1989: El Hierro, séptima isla. Excmo. Cabildo Insular de El Hierro. Centro de la Cultura Popular Canaria. Sta. Cruz de Tenerife.
4.- Una mezcla de excremento de vaca y cenizas.


AnteriorInicioSiguiente


ARQUITECTURA TRADICIONAL    REHABILITACIÓN    BIOCONSTRUCCIÓN    ÁRBOLES    JARDINES
FLORA CANARIA    PATRIMONIO NATURAL    DEL ATLÁNTICO    CONOCER NUESTRO PASADO
ARTE Y PAISAJE    LETRAS Y NATURALEZA    OPINIÓN    AGRICULTURA ECOLÓGICA Y TRADICIONAL