Rincones del Atlántico




Dimensiones profundas de la sostenibilidad

Jorge Riechmann
Profesor titular de filosofía moral en la Universidad de Barcelona


Si no salvo a mi circunstancia, no me salvo yo

Hay una dimensión profunda de la sostenibilidad, que podríamos considerar existencial, y que cabe enunciar en términos de hacerse cargo de la contingencia.

Me explico. La vida humana es siempre vida en contexto (la “circunstancia” orteguiana): los contextos más básicos de la misma son espaciales, temporales y sociales. Es vida localizada en el espacio, en el tiempo y en la trama de las relaciones sociales. Entiéndase que el primero de estos tres contextos, el espacio, comprende la dimensión territorial y ecosistémica (si no, habría que incorporarla aparte, como un cuarto contexto).

Sin estas tres determinaciones o contextos, la vida humana es simplemente impensable. Pues bien: es evidente que cada uno de nosotros nos encontramos “arrojados” al mundo –como solían subrayar los pensadores existencialistas–, vale decir, situados contingentemente en contextos, determinaciones o circunstancias de partida –espaciotemporales, ecológicos y sociales– que no hemos elegido, pero de los que de alguna manera tenemos que hacernos cargo (para poder actuar e ir construyendo nuestra propia vida).

Paseo del Óvalo, Teruel>“Yo soy yo y mi circunstancia”, reza la famosa frase de Ortega, pero no siempre se recuerda la segunda parte de la frase: “y si no la salvo a ella no me salvo yo”. Basta interpretar “circunstancia” de acuerdo con los tres contextos que estoy sugiriendo, de manera que incluya, por ejemplo, los ecosistemas próximos donde se desarrolla mi vida y los ecosistemas lejanos de los que –en un mundo globalizado– depende crucialmente la misma, para que las palabras trilladas de pronto apunten hacia nuevas dimensiones.
<br> <br> Pues bien: creo que si se reflexiona sobre esta cuestión, se verá que <i>una de las causas más importantes de insostenibilidad es intentar obrar como si los contextos fuesen irrelevantes</i>; como si territorio, tiempos y trama social no fuesen en realidad nada básico, y la “autorrealización” del individuo soberano exigiese el cumplimiento de los fines que autónomamente éste decidiera darse, <i>con independencia de todo contexto</i>. Estimo que el movimiento hacia el hors de contexte es una tendencia poderosísima de la modernidad industrial –de hecho, se extrema hasta la “descontextualización” máxima que supondría intentar abandonar la Tierra para colonizar el resto del cosmos<sup>1</sup>– y que, aunque tenga sin duda aspectos emancipatorios (libertad con respecto a contextos demasiado estrechos y restrictivos, como por ejemplo entramados de relaciones sociales opresoras), los daños que produce este movimiento son uno de los aspectos principales de lo que hoy llamamos insostenibilidad.
<br> <br> <img src=Obrar como si los contextos fuesen irrelevantes impone tantos costes –en energía, recursos naturales, degradación de ecosistemas y daños para nuestros prójimos humanos y no humanos– que claramente resulta insostenible. Lo sostenible, en cambio, es hacernos cargo de la contingencia de nuestros contextos e intentar “salvarnos” con ellos, como sugería Ortega. No el movimiento de tabula rasa para intentar luego construir desde cero –imposiblemente, pues no se construye nunca desde cero–, sino el movimiento de reconocer lo que hay y tomarlo como punto de partida para su mejora.

No quisiera ser malinterpretado. Los rasgos negativos de esos contextos preexistentes han de ser identificados y criticados: en particular, no puede cejar nuestra denuncia del “mal social”. No se trata de predicar resignación, sino de sofrenar el apetito inmoderado de trascendencia, de reequilibrar los fines humanos de manera que ese afán de trascender no desgarre irreparablemente los contextos de la vida humana2.

Un vertedero, un jardín

Me gustaría dar un ejemplo para visualizar lo que estoy tratando de apuntar. En el verano de 2004 nuestros arquitectos-paisajistas estaban de enhorabuena, porque el tercer Premio Europeo del Espacio Público Urbano se adjudicó a dos obras realizadas en España: la recuperación del Paseo del Óvalo en Teruel, y la transformación en parque de un gigantesco depósito de residuos sólidos urbanos en Begues, que daba servicio a todo el área metropolitana de Barcelona.

Un valle natural en el macizo del Garraf fue transformado en vertedero en los años sesenta; ahora –modelado en terrazas y reforestado con vegetación autóctona– se reintegra como espacio a la vez cultural y natural, y lo que uno puede percibir del nuevo parque a través de la prensa resulta muy atractivo. Probablemente se trate de un ejemplo logrado del “hacerse cargo de la contingencia”: cualquier lugar –incluso el más pobre y degradado– puede convertirse en un pequeño paraíso, si lo tratamos con el amor y la atención suficientes.

Pensaba en esto cuando, en la primavera de 2004, visité por vez primera Toscana. Invitado al Festival de Poesía de Pistoia, tuvimos tiempo de recorrer Florencia, Lucca, Pisa o Livorno, y deleitarnos con los suaves paisajes de esa región famosa por su belleza, verdaderamente célebre en el mundo entero. ¿Qué hay ahí? Equilibrio, variedad, riqueza, tradición, medida, pero sobre todo cuidado y amor por la tierra, una tierra a la que se concibe vinculada indisolublemente con una cultura. Ahora bien: todo paisaje, hasta los que pueden parecernos más ruines y arrasados, lleva dentro de sí un paisaje equivalente a estas colinas y valles mediterráneos. El vertedero de Vall d’en Joan, en el Garraf, apunta a eso. Es el ejercicio de la dignidad y la atención humanas, y el amor por la tierra, lo que pueden llevarnos hasta ese paisaje mejor escondido dentro del actual.

Una cultura que vive trágicamente de espaldas a la realidad

La nuestra es una cultura que vive trágicamente de espaldas a la realidad. Algunas de las realidades más básicas de nuestro mundo son: que la biosfera es finita, y sus capacidades regenerativas y asimiladoras tienen límites; que la entropía existe; que los seres humanos –como los demás seres vivos– somos frágiles y hemos de morir. En cambio, en la cultura dominante todo sucede como si no existiesen los límites ecológicos, la degradación entrópica ni la finitud humana.

Vivir de espaldas a la realidad se paga: en sufrimiento y destrucción.

Karl Löwith sabía, y José Jiménez Lozano nos recuerda, que la comprensión de la fragilidad constitutiva del ser humano está en la base de lo que podemos llamar convivencia civilizada3. Para saber eso y sentir eso, hay que situarse en las antípodas de esas cumbres demiúrgicas donde se extravían tantos de nuestros contemporáneos.

Notas
1.- Digamos: si usted es un capitalista coherente, sabe que tiene que buscar oportunidades de beneficio fuera del planeta Tierra, porque éste se nos ha ido quedando pequeño. Y si usted, por la razón que fuere, no cree en esta posibilidad, entonces tiene que revisar su compromiso con el capitalismo. Sobre esto he reflexionado en Gente que no quiere viajar a Marte (Los Libros de la Catarata, Madrid 2004), tercer volumen de mi “trilogía de la autocontención”.
2.- Esta reflexión de filosofía ecológica desemboca en los terrenos del ahí, intuición que desde los terrenos de la poesía llevo unos años tratando de desplegar. Véase por ejemplo Ahí te quiero ver, Icaria, Barcelona 2005.
3.- José Jiménez Lozano, La luz de una candela, Anthropos 1996, p. 18.


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