Rincones del Atlántico



Los gigantes de Mercadel

Lucas de Saá Rodríguez


Con lluvia mansa, a veces tormentosa, terminaba el año 1988. Un buen final de año para los naturalistas y para los fabricantes de sueños; para los montes de la Isla del Meridiano y para unos viejos pinos con extraños y singulares cuerpos que no se parecían nada a la típica forma cónica o a la aparasolada. Contemplando la gratificante acogida del lugar se paseaba un viejo pintor mimetizado para no perderse detalle de todo lo que le rodeaba y, en particular, del mensaje de aquellos pinos. Era algo que jamás había archivado en su memoria. Para el artista, aquellos árboles eran otra cosa.

Pero... ¿qué puede saber un pintor del natural de conocimientos científicos? Y... ¿para qué los quiere?... ¿para pintar?... ¡No!, para eso no le hacen falta. Lo que tiene que hacer es tener bien desarrollada su retentiva visual para llegar a conclusiones plásticas. Su misión estaba clara desde hacía cuatro años: debería plasmarlos sobre papeles y lienzos como la única manera posible de poderlos ver entre tanta espesura. Tampoco había oído hablar de ese tipo de pinos, algo que le sorprendió gratamente... ¡No se había divulgado su existencia!, se dijo, ¡qué raro! A pesar de ello, no podía dejar de estar preocupado, porque la mayoría de las veces que pintaba algún paisaje, como el que tenía delante, al poco tiempo desaparecía. Hacía años que había oído hablar de incendios provocados y había visto las talas y entresacas de bosques y esa realidad se había convertido en una costumbre que le acompañaba dondequiera que instalara el caballete. La pérdida de paisajes espontáneos y su transformación en un terreno plano para el aprovechamiento especulativo continuaba creciendo. Recordemos una actuación de la administración pública, arrancando la única y encima formidable representación de tejos de llano que existía y amontonando en su lugar toneladas y toneladas de cemento.



Por eso, el ver aquel imponente tractor en medio de tanta magia natural hiriendo los pinos, no le resultaba raro, sino familiar y, a pesar de ello, durante aquel invierno los árboles eran los protagonistas de las cumbres herreñas como los que se encontraban diseminados por las faldas de la montaña Mercadel. Pero había algo más y mucho menos atractivo en esa montaña: la pista, que más que abrazarla la estrangulaba, conseguía que se desmoronase en grandes cachos. Con el paso del tiempo se habían ido desplazando masas de tierra, a pesar de los innumerables, variados y costosos parapetos que se iban colocando año tras año para impedir su desmantelamiento. ¡Todo eso en vez de dejar a la montaña como estaba, sin la pista!

El paisajista continuaba transitando entre historias de matas, mirando lo que no veía, y cuando más le impactaba algún espacio, lo reflejaba con diferentes materiales y formatos de lienzos. La característica acumulación de basa (pinocha) sobre las ramas inferiores de los pinos era una parte de la simbología que la Naturaleza le daba para que se fijase en la existencia de estas ramas que descendían para descansar sobre el suelo, cada vez más colonizadas por una rica variedad de seres vivos. Eran tan numerosas y colosales que podían abarcar a bastantes de sus vecinos. Se rompía el silencio sólo con escuchar el viento procedente de El Golfo al abrirse paso entre sus acículas.



A finales del 88, la neblina, mezclada con agua de lluvia, tenía bien empapado el Llano de la Fuente. El visitante llegó a estar medio convencido de que aquellos monstruos iban a ser eternos en un lugar tan poco frecuentado por los seres humanos, los grandes productores de agonías. Aunque la razón le decía que gozaban de excelente salud y no podían desaparecer, su instinto se empeñaba en decirle lo contrario. La composición del paisaje quedaba enriquecida por la momentánea aparición de algún rebaño de ovejas comiéndose una alfombra de setas; a ellas, la llovizna las mimetizaba hasta difuminarlas con una fina película grisácea.

Ni la lluvia era capaz de impedirle que expresara tanto poderío; pintaba bajo el agua para así poder plasmar su efecto sobre la tela, y en cuanto dejaba de llover, se acomodaba entre piedras para dibujar formas naturales. Desde su asiento se concentraba percibiendo el magnetismo que emanaban los gigantes, sus mejores amigos, y con minuciosidad recorría rincones donde se encontraban los micropaisajes: el considerable número de ramas que se entrelazaban poderosamente desde el suelo, la forma de un tronco de musgos aterciopelados arropado de setas con insectos iridiscentes... Se había preparado para convertir sus impresiones en lenguaje plástico.



Gracias a la diversidad de posibilidades de que disponía para profundizar en el conocimiento del pinar, se pudo dedicar a la recreación de otras vivencias más íntimas: los sonidos del monte; el olor a tierra mojada; la lluvia barriendo los colores de la paleta y vaciando las cazoletas, escurriendo por la textura de la materia y empapando el ambiente; la luz iluminando la amistad que se estimulaba cuando era acariciada cualquier mata; alguna piedra; una corteza de pino; los musgos; los líquenes; el recorrido de una pimelia, de una tijereta... Lo importante era estar donde quería para llenarse de referencias: de vida, de destinos, del peligro, de la esperanza de abarcar lo imposible, de aumentar la percepción de los sentidos... Todo se significaba como claves para interpretar el enigmático bosque y, entonces... ¿por qué motivo viven solamente aquí estos pinos?, se volvía a preguntar una y otra vez. Y aunque su trabajo se pierda en el recuerdo de los tiempos, no se trata más que de la mínima fracción de un episodio paisajístico, que quedará definitivamente borrado. El tiempo no existe para la Naturaleza, y el anochecer de la vida es el último segundo capaz de detener la posibilidad de inmortalizar imágenes que, como éstas, ya no volveremos a ver. Hoy en día ya forman parte de la memoria de los bimbaches y de los caminantes que consiguieron ver, mirar y apreciar lo que era algo único en el planeta: los Gigantes Árboles de Mercadel.

Para los que lucharon por contener el fuego, seres anónimos que se preocuparon con tesón y celeridad por actuar en el momento más necesario y que con su altruismo intentaron levantar un nuevo presente, el mejor reconocimiento es el que se encuentra dentro de sus corazones abrazados para resolver una situación inesperada. Gente de pueblo afectiva y dolorida, capaz de dejar a un lado sus problemas personales para ayudar a defender la Naturaleza. Han pasado algo más de diez años desde que la desolación se instaló en Mercadel a causa de un devastador incendio (el del 13 de agosto de 1995) que en unas pocas horas acabó con vidas que se remontaban al millar de años. ¡Qué fácil es destruirlo todo! En una ocasión anterior, el bicho pino dejó su rastro espectacular en el mismo lugar convirtiéndolo en un bosque sin hojas, pero, a pesar de la voracidad de esta oruga, los grandes pinos siguieron vivos, aunque transparentes.



Las imágenes de antaño no coinciden con las que se dan hoy en día en el mismo Llano; aquellos longevos árboles de la montaña mágica ya no están, y los malheridos se van en una perpetua diáspora. Algo tan grandioso convertido en una ironía, como si nunca hubieran existido... ¡qué falacia! El cambio del paisaje es más que evidente, el espacio está hoy ocupado por troncos calcinados, trozos esparcidos por el suelo, antiguos amigos debilitados, enfermos, mutilados o muertos, y una generosa plantación de puntales entullando el espacio; algo totalmente irreconocible, una caricatura de bosque. ¡No tiene nada que ver con lo reflejado durante aquel invierno!, y sin embargo... sigue manteniéndose la magia porque no existe ni la queja, ni la ira. ¿Para qué?, ¿para qué buscar más temas?, ¿para el recuerdo otra vez? ¡Para qué inmortalizarlos! El ahogo nos atenaza al mismo tiempo que diferentes vidas brotan entre las cenizas de lo que una vez fue bello.

¡Los recuerdos!... ¡Cuántos recuerdos positivos nos aportaron aquellos pinos y cuánta añoranza innecesaria! Pero ¿cómo no pude darme cuenta entonces, para disfrutarlos con mayor intensidad? ¡Si podía haber plasmado muchísimos más detalles...! ¡Con qué impotencia los revivo ahora! ¡Qué ciego fui! ¡Qué lamentable oportunidad perdida! Siendo tan sensible como presumo, no comprendo cómo no se me ocurrió apoyarme más en las imágenes existentes, si percibía que era bastante probable que desaparecieran... No entiendo este irreparable fallo, debí hacerle más caso a la intuición.



Vivir en equilibrio en el seno de la Naturaleza, y con el conocimiento de las plantas al aire libre, es la justificación o la teoría para estar inmerso en ella ¿Cuánto apego no puede tener cualquier pintor de paisajes a pesar de los atentados ecológicos?, ¿y cómo puede llegar a admitir la ceguera naturalista si se siente impotente y avergonzado por las actuaciones de individuos de su misma especie? El cuerpo es el vehículo que sirve para desplazar la espiritualidad y quien nos ayuda para entregar el alma en un tema cualquiera. ¿Cuántos pudieron haber tenido la libertad de comunicarse de una manera tan sublime con el misterio de los pinos del Llano de La Fuente?



He realizado millones de trazos, y en cada uno de ellos siempre he puesto un sentimiento diferente. Por eso, agradezco al universo que una existencia tan perfecta como es la Naturaleza haya influido en mi mente para poder revivirla con todo detalle cada vez que vuelvo a ver alguno de los cuadros del 88. Y seguiría agradeciendo tener la oportunidad de interpretar lo que continúa enseñándome, si se presentase una nueva ocasión. La finalidad de una obra de arte, y del paisajismo en particular, es la exploración del alma de la Naturaleza al aire libre. Hasta los grandes maestros encontraron lugares bien accesibles para reflejar el paisaje de forma cómoda, pero en Canarias no ocurre lo mismo: la búsqueda de sensaciones que no supongan un conflicto con la sensibilidad es la paradoja más insalubre si se pretende interpretar artísticamente nuestra Naturaleza.

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