Tigalate Hondo (o Barranco Hondo) y La Costa

Agustín Rodríguez Fariña

Fotos: Autor - Rincones

 

Es muy probable que en unos años, prácticamente pasen al olvido el modo de vida, sistema, costumbres, organización y, en definitiva, la forma de subsistencia de una mayoría del pueblo palmero, diseminado en cientos de pequeños caseríos agrícolas y ganaderos, tratando de autoabastecerse durante siglos. Investigando, hace unos veinte años, con bastante respeto y fidelidad a esa existencia, de la que por los años cuarenta tuve experiencias cercanas relativas, he procurado entrevistarme con varios vecinos, ya mayores, que hasta la edad de treinta o cuarenta años vivieron en la zona que voy a describir, al igual que lo hicieron sus padres y antepasados. Me han contado sus recuerdos y lo que relataban sus abuelos, y he notado una gran coincidencia en sus narraciones.

 

Para concretarlo en un ejemplo, en este trabajo he intentado averiguar lo más posible en los caseríos de Tigalate Hondo y La Costa, por las siguientes circunstancias:

 

 

Prácticamente hubo una ruptura brusca, dejándolos abandonados, por lo que los recuerdos de sus habitantes se sostienen lo más puro posible. Hasta la década de 1950 estaban apenas sin variación con respecto a la tradición de siglos, y a finales de esa década ya no quedaba nadie. Otros caseríos de vida similar han evolucionado a partir de entonces en su mismo territorio, añadiendo nuevas construcciones, infraestructuras, carreteras, sistemas de riego, costumbres y formas de vida con cierta rapidez, y por tanto relegando la vieja cultura, con lo que la distinción entre pasado y presente se difumina más.

 

Considero que se trata de uno de los lugares más representativos de la escasez de medios: ni agua de fuentes (sólo la de la lluvia), ni montes cercanos, ni buenas comunicaciones, ni facilidades de la naturaleza, salvo su tierra fértil (como fértil es toda tierra que se cuide en esta isla). Era una zona pobre, aunque sus habitantes no eran los más. Los campesinos sin tierras no poseían más que su trabajo; pero aquí añadían al trabajo la propiedad; es cierto que poco rentable, con muy pocos medios y grandes dificultades, pero al fin y al cabo una propiedad (en algunos casos arrendada) que podía dar lugar a la autosuficiencia, aunque fuese en lo más básico.

 

Localización

 

El ámbito del estudio son dos enclaves que oscilan entre los doscientos y los quinientos metros de cota sobre el nivel del mar, enmarcados al norte por el Barranco Roto, al sur por el cerro de Los Búcaros –por donde había bajado un ramal de la erupción del volcán Martín de 16461–, y al este por el barranco de El Salto, acantilados y el mar. A su orilla se baja por el camino que, siguiendo por Los Morales, al sur de El Salto, pasa cerca de la lava citada para llegar a El Porís por la cuesta de la Punta del Viento. Allí queda, más al sur, la playa de El Porís, y por el norte, después del brazo de lava citado, los huertos arenosos para la siembra de boniatos (en la Punta de Tigalate), un pozo de agua salobre y, en los basaltos, otros de agua salada para el curtimiento de los chochos.

 

 

En tal lugar se encuentra la entrada a El Salto, fisura geológica calderiforme a lo que contribuyeron no poco, los movimientos sísmicos del citado volcán (Volcán Nuevo, como se le conocía allí para diferenciarlo de otras formaciones basálticas abundantes en la zona); presenta unos 350 m de largo por 150 de ancho y cota de unos 200 m en Los Morales o El Salto. A continuación se encuentra el callao de El Jurado, y después, cerca de la desembocadura del Barranco Roto, la bahía de La Galera, sobre la que estaba la fuente de agua dulce a la que luego me referiré.

 

Los dos caseríos, uno llamado Tigalate Hondo o Barranco Hondo, de una veintena de casas, y el otro La Costa o Monte Luna Bajo, con pocas más, están separados por el ramal de lava antes citado, centrados en unos 8 ó 9 km2 en un radio de acción de unos 20 km2, parte para pastoreo y parte de huertos. Algunos cerca de las casas y otros hacia los laterales y la costa. Tratando de calcular, según fotografía aérea de la época, superaban los ochocientos huertos sin tener en cuenta tamaño: prácticamente todo terreno con posibilidades de algún cultivo. Más al sur de La Costa el terreno es más inhóspito e inclinado y sólo servía para apacentar cabras.

 

Una de las primeras cosas que llaman la atención es que, a pesar de que ambos caseríos no estaban a más de media hora uno de otro, sus relaciones eran casi tan distantes como con Tigalate (Alto) o Montes de Luna. La territorialidad de cada vecino se basaba en su propio caserío y se salía de él sólo por pura necesidad. No es que existiera rivalidad o enemistad de unos con otros, sino que su entorno inmediato resultaba suficiente y cumplía con todas sus necesidades comunitarias y de circulación.

 

Los sistemas y medios de vida de ambos caseríos eran idénticos, por lo que al referirme en lo que sigue a cualquier descripción, se puede considerar válida tanto para uno como para el otro.

 

 

Por otro lado, si a pesar de las relaciones que tenían con su periferia inmediata –esto es, con los barrios mayores de su entorno, que estaban mejor comunicados con la capital– no se notaban influencias en costumbres ni variaciones apenas en lo tradicional. En lo técnico y en lo cultural, se pone de manifiesto que tales periferias, y a su vez las exteriores a éstas, tenían un medio de vida, costumbres y sistema social muy similar. Prácticamente, salvo en “la Ciudad” (Santa Cruz de la Palma) y en las zonas que pudieran contar con agua abundante y, por tanto, con riqueza de monocultivo, el sistema descrito se correspondía con el de toda la isla, salvo las variantes pequeñas de adaptación al medio geofísico donde estuviese cada enclave. Si uno trata de entablar conversación con cualquier vecino de cualquier entorno insular, y logra que comience a narrar toda su existencia en sus respectivos barrios o caseríos, se verá que apenas hay variaciones. Por ejemplo, en Garafía hablarán más del corte y acarreo del monte a las costas para embarcar en los proíses y menos de la falta de agua, pero en esencia el sistema de vida era muy semejante.

 

Condiciones ambientales y recursos naturales

 

Esta parte de La Palma corresponde a la zona de Cumbre Vieja (originada hace unos 165.000 años, según los geólogos), cuyos materiales son los más recientes de la isla. Los terrenos que nos ocupan están datados entre 20.000 y 35.000 años. Por su posición, son los materiales vertidos por el volcán Cabrito los que más han intervenido en la conformación de sus suelos. Desde el pie del cráter de este volcán se observan varias zonas con materiales que descienden hacia el Barranco Hondo dejando al descubierto hileras de fonolita. Se trata de erupciones recientes (unos 30.000 años), anteriores al citado Cabrito. Más cerca, a unos 500 m por encima de La Cruz, hay otra formación similar con incrustaciones de magnetita. Con carácter más reciente, aparecen las lavas basálticas del indicado volcán Martín. Abundan en la parte baja de los barrancos los llamados “búcaros”, o sea, cuevas dejadas por las lavas (tubos volcánicos); los informantes recuerdan la existencia de algunos bastante profundos.

 

El clima era en general bueno; un poco severo en verano –alrededor de los 30ºC de día y 20ºC de noche como media– y benigno el resto del año –entre los 20ºC y los 15ºC respectivamente–. Lo que más se temía eran las sequías, los temporales de invierno “del sur” –que podían arrasar las siembras y desflorar los frutales– y las lluvias –muy exageradas y continuas, que podrían pudrir lo sembrado, generalmente papas o grano–.

 

 

La zona no cuenta con fuentes naturales y el agua que se podía utilizar era la recogida por los aljibes que las viviendas tenían como anexo más importante para la supervivencia. Cada depósito podía atesorar una media de 27 m3, o sea, unos 27.000 litros de agua para seis meses y para las necesidades básicas de las ocho o diez personas que vivían en cada casa (beber, cocinar, bañarse esporádicamente, lavar la ropa, etc.) y para abrevar el ganado. Lluvias caídas desde octubre hasta abril, que se recogían desde los tejados y tendales de barro y cal, que hacían de patio a tal objeto. Pocos años se llenaban por completo. ¡Cuánto sacrificio significaba este ahorro y cuánta alegría traerían los primeros chubascos! Los años de sequía, en que poca se podía acopiar, la ropa se iba a lavar cerca del mar, en una cueva empozada llamada La Goleta, en la bahía de tal nombre, a unos cien metros de cota sobre el nivel del mar, en el acantilado de El Time (unos 150 m de cota), por el que se bajaba a través de un sendero difícil. Su agua era dulce y había unas pequeñas piletas destinadas a tal fin; ya de camino se traía una cántara en la cabeza para beber y preparar la comida.

 

Comunicaciones

 

Salvo excepciones muy especiales, el ámbito de movimiento de las personas de estos caseríos se limitaba al entorno citado. Las noticias “de fuera”, que llegaban tarde y alteradas, no despertaban gran interés, salvo las referidas a parientes, muerte o boda de conocidos, la fiesta de “el pueblo” (la capital municipal), algunos precios que les afectaban, el último escándalo de la comarca, y poco más.

 

 

Los caminos de herradura eran las principales vías de comunicación, y estaban empedrados rústicamente con grandes piedras y sin preocuparse demasiado por su total nivelación. Algunos, por su importancia, eran llamados reales. Hoy se encuentran parcialmente en mal estado debido la caída de algunas paredes, a la invasión de matorrales, etc., lo cual produce verdadera pena, por el riesgo de que se pierdan de forma definitiva (otros han sido ya “privatizados” por huertos anexos que ampliaron su límite). Se trata de hitos de nuestra historia, tanto lejana como próxima, con independencia de que transitarlos resulta una gozada.

 

La principal senda era un camino real que, subiendo al norte de Barranco Hondo por La Cruz, se dividía en dos ramales. El que iba en dirección noreste llegaba a Tigalate, caserío principal de este sector del término municipal de Villa de Mazo, donde enlazaba con el camino general norte-sur, que unía, a una cota aproximada de 650 m, los demás pueblos de la isla, desde Fuencaliente a Santa Cruz de La Palma2. Otro ramal subía en dirección oeste hacia Montes de Luna, que a cota de unos 700 m está más al sur que Tigalate. Ambos ramales proseguían hacia la cumbre, el primero para subir al volcán Martín por su lado norte y partes bajas del volcán Cabrito; y el segundo, pasando por el barrio de Flores, muy destacado por su viña (entonces con más de cien bodegas según los vecinos, hoy derruidas en su mayor parte), para seguir hacia el sur de tal volcán.

 

 

Desde El Salto (Los Morales), dirección suroeste, sobre la derivación del volcán, subía otro camino por La Costa para ir a unirse al citado de Montes de Luna. Desde el caserío de Barranco Hondo, cota de unos 450 m, otro más iba en dirección norte hacia Tiguerorte, barrio similar entonces, para seguir al pueblo de Mazo, pasando más arriba de la montaña del Azufre y por el cráter de La Caldereta.

 

Desde los caseríos de La Costa partía un sendero hacia el sur (a cota de unos 250 m), generalmente para llevar las cabras a pastar a espacios conocidos por La Mancha, que habían quedado entre los distintos brazos del volcán Martín, donde también hay una cruz señalada, cuyas coladas ocupan unos 4 km de largo. Más abajo de Los Morales, a unos 150 m de cota, salía otro sendero hacia el lugar llamado El Hierro, similar al anterior. También desde Los Morales iba al norte la vereda que llevaba al acantilado de El Time3, por donde se bajaba a la citada fuente de La Galera.

 

Tales caminos eran generalmente sostenidos por el pueblo mediante aportaciones personales en forma de trabajo. Seguramente fueron construidos sobre los antiguos senderos de los aborígenes que tenían su hábitat en estos lugares. Los trabajos, dirigidos probablemente por los conquistadores a los que se les adjudicaron estos terrenos, se hicieron en su mayor parte valiéndose de los esclavos auaritas aprisionados durante la conquista4.

 

Generalmente, bien por acuerdo de la comunidad, o a iniciativa del ayuntamiento –que traía la comida y el vino– había prestaciones para arreglar algún camino ya muy estropeado, turnándose en grupos.

 

 

Además de los caminos, en La Palma hubo muchos proíses o pequeños puertos casi naturales de embarque para falúas y otras naves menores, que en los primeros siglos tras la colonización europea facilitaban el trasporte de mercancías en la isla. Parece que el proís que hubo en esta zona, hoy conocida como El Porís, era el más adecuado para tal fin. Si se repara en la presencia de los acantilados situados más al norte y en la disposición de la red de antiguos caminos en esta zona, éste parece un lugar apto para abastecer a estas comarcas. En el libro Arquitectura doméstica canaria, de Fernando Gabriel Martín Rodríguez, se lee: “En La Palma se extraía piedra de Belmaco, como ocurre en 1780 al emplearse en la casa Massieu, transportándose por mar a la capital5. Posiblemente la antigüedad de la instalación se remonta a los años inmediatamente posteriores a la conquista, ya que la Cuesta del Viento, que baja directamente al lugar, es una verdadera calzada debidamente empedrada, cuyas condiciones hacen pensar en una utilización importante y frecuente. Al igual que ocurrió con el primitivo proís, la continuación de esa calzada quedó cubierta por el brazo septentrional del volcán Martín (siendo por tanto anterior a 1646), y fue sustituida por otro camino posterior de menos categoría, que sobrevive hasta hoy, aunque estropeado en varios lugares, sobre todo en un punto donde lo cortó una pista rodada; ese tramo del camino discurre en parte sobre dicha lava, y el resto, la mayoría, esquivándola por los lados.

 

Población

 

La presencia humana prehispánica en la zona parece ser muy temprana, como muestra la existencia, cerca del caserío, de una cueva con petroglifos (el temporal de 1957 se llevó parte de la pared, que quedó como una roca grande, más abajo, que conserva alguno de ellos). Cerca de la orilla del mar, en la vertiente del Lomo del Viento (en la bajada hacia El Porís), se recuerda la presencia de restos de huesos y vasijas en otras cuevas. Antiguamente era frecuente encontrar fragmentos de cerámica entre el pedregal.

 

En la historia reciente da la impresión de que el número de habitantes era autorregulado inconscientemente, manteniéndose en el tiempo con un volumen más o menos similar: unas trescientas personas entre ambos lugares. Es probable que las disponibilidades de autoabastecimiento en que estaba basada, no permitiesen una mayor población. Posiblemente, la salida de jóvenes que se casaban con otros de su periferia y la de algunos que se iban a trabajar a otras comarcas y por allí se quedaban, como en la época de euforia de los monocultivos, compensaba las entradas que se originaban principalmente por nacimientos o por matrimonio con féminas de fuera que se instalaban aquí. Predominaba casi totalmente la propiedad privada, trasmitida por herencia o compra-venta de los que se marchaban o venían.

 

 

Las casas

 

La arquitectura de la zona se adaptaba a la tradición de la casa de campo palmera sencilla6. Las flores son pocas debido a la escasez de agua: algún geranio y alhelí. Las viviendas suelen estar agrupadas en dos o tres, casi juntas, lo que se originaba dentro de una misma familia, cuyos hijos fabricaron aprovechando el solar contiguo donado por el padre. El grupo más numeroso, en radio de unos cuatrocientos metros, está en Barranco Hondo7, con unas veinte casas cerca de La Cruz, de donde parten varios de los caminos citados. La Cruz se encuentra en un abrigo en arco tipo pequeña capilla-nicho, y era algo así como la plaza central de una ciudad. La distancia entre las casas rondaba los diez o doce minutos a pie las más cercanas, salvo las del grupo unido.

 

 

En algunas hay ciertos intentos de elegancia, con pinturas sobre puertas, basadas en triángulos, y están encaladas. Otras sólo son de piedra, pero blanqueadas por dentro. En alguna cuya puerta ha quedado entreabierta y permite el paso a la habitación, no queda nada salvo un baúl antiguo de tea y otro de cedro, con algún grano de trigo en el fondo, posiblemente desde hace unos cincuenta años. En algunos corrales cercanos se encuentran aún los pesebres de tronco ahuecado.

 

Las casas de La Costa son unas diez o doce y aparece una de dos plantas, única que he visto en toda la zona, y que, para mi asombro, se encuentra muy bien cuidada. La zona habitada estaba entre los 450 y los 600 m de altitud (la media, sobre los 500 m). En una de ellas, situada cerca de la vera del barranco, vemos una hermosa palmera y un pino de treinta o más metros de alto al lado del patio, tipo porche o terraza corta. El piso lo tiene de buena madera, si bien se han llevado algunos tablones. Cerca se encuentran derruidas varias habitaciones; generalmente el aljibe casi siempre aparece limitando el patio, y en algunos casos, algo alejado buscando una mayor captación de agua. Las casas, la mayoría de piedra vista, están mimetizadas con el entorno debido a su color, colocadas en lugares abrigados, por lo que desde lejos no es fácil distinguirlas.

 

Actividad agrícola y ganadera

 

La principal riqueza de los caseríos era su ganadería caprina, que pastaba en esta zona8. La leche, aparte del consumo casero, se convertía en queso que subían a vender a Tigalate o Montes de Luna. Era una de sus pocas fuentes de ingresos monetarios. El rebaño, con una media de diez o doce cabras (ni los pastos, ni el agua ni los medios humanos familiares para su cuidado permitían más), estaba casi siempre a cargo de las mujeres y los niños. La vigilancia, al llevar los animales a pastar a las huertas con rastrojos y terrenos de pastos, era importante, pues la propiedad privada era muy respetada y las cabras no sabían de límites. Ellas llevaban además el cojín para bordar los bonitos manteles que tanta fama dieron a la isla. Esto ayudaba también a conseguir algo de dinero en efectivo. Como resto de ganadería solían tener la vaca (leche, queso, mantequilla, un becerro al año para vender), y algunas familias, los bueyes, que mutuamente se prestaban para arar la tierra, a ser posible antes de las primeras lluvias. El cerdo resultaba, asimismo, indispensable. Por tanto, pudiera haber habido, en términos aproximados, de trescientas cincuenta a cuatrocientas cabras, unas sesenta o setenta cabezas de ganado vacuno, cincuenta de cerda y otro tanto caballar.

 

La mayoría de las familias poseían colmenas de abejas, con cuya miel, generalmente para usos medicinales (como el tratamiento de catarros), se permitían también algún pequeño lujo.

 

Apenas unos pocos productos más (sobra del diario sustento) eran vendibles. El centeno se sembraba allá por febrero, para llegado junio proceder a su siega. No se trillaba en las eras, como el trigo o la cebada, sino que era desgranado a base de majar la espiga debidamente. El tallo, llamado colmo, se vendía (o cambiaba) principalmente para amarrar la viña (se machacaba y, una vez en remojo, quedaba apto para tal función de cordón o hilo). El otro producto de venta o intercambio lo constituían los higos pasados: se recogían en agosto-septiembre para tenerlos secándose al sol en los tendales de piedras volcánicas hasta que se pasaban, vigilando que no lloviznase, en cuyo caso había que recogerlos rápidamente para evitar que se pudrieran. Algunos de los más duros (higos negros, o tardíos y afectados por las lloviznas) se secaban rápidamente en un horno, aunque su calidad no era tan buena como la de los pasados al sol. Hay que añadir además, como productos vendibles, los huevos de numerosas gallinas que tenían sueltas por los alrededores. En las épocas en que nacían los polluelos, previa incubación, se necesitaba una vigilancia especial (generalmente encargada a un niño) para que las aguilillas, cernícalos y cuervos, que entonces abundaban y merodeaban el lugar, no se los llevasen. Tal comercialización se llevaba a cabo, bien porque los compradores viniesen con tal objeto o porque subían los productos a los barrios superiores antes citados, cargados unas veces al hombro y otras a lomos de mula (se solía disponer de una por familia).

 

 

Con la matazón del cerdo, en octubre o noviembre, comenzaba un nuevo ciclo en la vida comunal, su fase más corta, de unos dos meses. Cada vecino tenía por lo menos un cerdo al que ya por agosto o septiembre buscaban sustituto. Procuraban endulzar sus últimos meses de vida con comida abundante, como eran los tunos, higos pasados no presentables para su venta, algo de millo, etc. El resto del año se había alimentado con los desperdicios de las comidas de la casa, el suero sobrante al hacer el queso, algunas frutas en peor estado, etc.

 

Era un capítulo muy importante de la dieta humana, prácticamente su única aportación carnívora, de la que no se desperdiciaba nada. Su volumen más apreciado era el tocino (por eso se procuraba su mayor engorde), que, junto con las costillas y otros huesos con carne, se salaba y conservaba durante el resto del año en barricas de madera, para formar parte del potaje; lo mismo se hacía con las orejas, las pezuñas o la cabeza. Con su sangre e intestinos, más una masa preparada de harina9, almendras, pasas, etc., se hacían las morcillas; de las bañas derretidas salía la manteca, que en muchas funciones sustituía al aceite (pues al tener que comprarse escaseaba en las cocinas). Sólo el día de la matazón, considerado fiesta casera y con invitación de vecinos que venían a ayudar, se permitía comer algo de su carne en puro bistec y hacer algunos chicharrones con el gofio revuelto en el resultante del pellejo que tenía hilas de carne y grasas, una vez bien derretido todo eso en recipientes de bronce o barro cocido. El hígado y el corazón se guisaban y componían con mojo picante y duraban varios días.

 

Un día mataba un vecino, al día siguiente otro... y así en tal período había cierto jolgorio y escape de la dieta diaria. Pero también en octubre había que arar para que las lluvias encontrasen las tierras mullidas; cavar los frutales; repasar los tejados y revisar los recogederos de agua y el aljibe. En noviembre o diciembre comenzaban las cabras a parir y las lluvias hacían acto de presencia. Posiblemente eran estos dos meses los más parados. Ya después se iniciaba el ciclo que en la práctica puede ser considerado casi primavera, aunque se estuviese en diciembre o enero: las siembras, su vigilancia y limpieza de malas hierbas, la poda de los frutales y un largo etcétera, hasta la siguiente fase, considerada de recolección, que duraba desde abril o mayo hasta octubre, en la que había que controlar el gasto y las reservas del agua.

 

Además de la cebada y el centeno se sembraba trigo, prácticamente para el consumo familiar, como componente del gofio. El trigo y la cebada se trillaban, ya avanzado el verano, en las eras que tenían en los contornos. La paja servía tanto para alimento del ganado como para rellenar los colchones, que se colocaban en los “catres de viento”10.

 

Más cultivos, base de la alimentación diaria, eran las papas y los boniatos. De las papas se recogían dos cosechas: una aprovechando las primeras lluvias, en septiembre-octubre, para recolectar en diciembre-enero, y otra que se sembraba en enero o febrero para recoger en abril o mayo. Entre las papas se cultivaban las judías y el millo en el momento de chapearlas11. De los boniatos se recogía una sola cosecha. Las papas “para semilla”, o sea, los tubérculos más afines (tipo medio, sanos, con varios “ojos”), se dejaban para intercambiar con las cosechadas en la zonas altas12 o se compraba semilla “venida de afuera”. El boniato se sembraba enterrando trozos de ramas verdes; tardaban ocho o nueve meses en ser recolectados. Así como las papas se daban bien en tierra normal de los huertos, el boniato se producía mejor en terrenos arenosos tales como los más bajos cerca de la orilla del mar, caso de la desembocadura de El Salto (Barranco Hondo), limitando con los basaltos del Martín. Generalmente se sembraban hacia enero y se recogían en octubre, mes de la matazón de los cerdos.

 

 

Haciendo un cálculo aproximado, según el consumo que hacían de gofio y papas, si todo era producido en sus huertos, tendríamos al año una necesidad de unos 50.000 kg de trigo, 10.000 de cebada (depende de lo que se echase a las mulas), y otros 15.000 de maíz. Entre papas y boniatos, unos 60.000 kg. Desde luego, si uno mira desde lo alto la cantidad de huertos que existían, lo que resulta muy interesante de observar en las fotografías aéreas tomadas en los años cincuenta, en que todo parecen huertas, se explica su necesidad para conseguir tal producción. Hoy están abandonadas y cubiertas por cerrillos y gramíneas similares y matorrales ya citados, como la retama.

 

Otro capítulo importante eran los chochos (altramuces)13, alimento bastante energético, utilizado tanto en la confección del gofio como en la alimentación del ganado (mular, porcino y vacuno). Las habas, también cosechadas en invierno, tenían similar fin, aunque en menor cantidad.

 

 

En la producción hortícola destacaban las coles, desde las primeras lluvias hasta bien avanzado el verano. Suponían el elemento necesario para la comida más fuerte del día, la cena, con el consabido puchero o potaje acompañado de gofio escaldado. Las hojas más duras también servían para alimento de los animales. El mismo destino tenían las calabazas y bubangos, cuyos frutos ya en invierno y hasta abril, se conservaban, una vez curados al sol. Igualmente, en invierno y primavera se cosechaban cebollas y ajos, que en ristras, una vez curados, duraban casi todo el año, colgando de las paredes de la cocina.

 

Ya al lado de la casa, cerca de la pileta donde se lavaba (sin enjabonar, para luego poder reutilizar el agua), se mantenían durante todo el año las yerbas útiles: hortelana o hierbabuena, toronjil, perejil, manzanilla, cilantro y, sobre todo, las pimientas, tan necesarias para el indispensable mojo verde o el colorado, con la pimienta ya seca. También algún naranjero, de fruto pequeño pero jugoso y dulce, hoy en estado de abandono.

 

Entre los árboles frutales destacamos en primer lugar las higueras14. Su gran importancia, tanto para la alimentación de la familia como para la venta, hacía que se las mimase en lo posible, cavando sus tierras en otoño para quitarles la maleza y para que las aguas de las lluvias calasen mejor hasta sus raíces.

 

Asímismo se recolectaban, aunque poco, peras, manzanas y duraznos. Destacaba el almendro15 como otro alimento adecuado, “de lujo” y para utilizar en preparados especiales, como en las morcillas. Abundaban los morales, generalmente con pocas moras, pero cuyas hojas eran un buen forraje para el ganado. Representaban otra ayuda las tuneras: durante el verano y parte del otoño los tunos constituían un fruto apetitoso que, luego, pasado al sol por agosto y septiembre, ayudaba en el invierno a la alimentación tanto de las personas como de los animales. Su función principal en los meses de verano hasta octubre, en que ya terminaban de obtenerse, era ayudar a engordar el cerdo para la matazón.

 

 

Algunas familias dedicaban algo más de tiempo al mar e incluso tenían su barquita en la playa de El Porís. Pero generalmente no se dedicaban en exclusiva a un solo oficio, como el de cabrero o pescador. La actividad era variada en todas aquellas labores posibles que ayudasen al mayor margen de autoabastecimiento familiar.

 

Dieta alimenticia

 

La dieta era sencilla, y no tanto por su capacidad energética, que era amplia, ni por su contenido vitamínico y proteínico, también casi completo, sino por su repetición casi diaria. Comencemos por el almuerzo. Como había que seguir trabajando, no convenía llenarse demasiado: papas guisadas, mojo de pimienta o cilantro, poco queso, pescado cuando se conseguía por haber ido de pesca o por un obsequio del vecino; gofio amasado en el zurrón; fruta cuando la había.

 

 

La cena era la comida principal: el puchero canario, basado en un trozo de tocino o costilla previamente desalado, calabaza, bubango, coles, papas, boniatos, manteca (no mucha, en lugar del aceite), judías, alguna piña de millo cuando la había tierna, y poco más. Con el caldo hirviendo se escaldaba el gofio16 en lebrillo de barro, revolviéndolo con cuchara de palo. Se saboreaba con un trozo del tocino del puchero y mojo de pimienta. Después el plato del potaje. Cenar era otro rito que, como tal, cada noche se repetía con cierto sentido de acogimiento: familia, intimidad, descanso. Estaban todos. Se recordaba al ausente, si lo había. La larga y dura labor diaria había terminado. Se intercambiaban las impresiones de la jornada y las noticias de la pequeña comunidad, o las novedades del mundo “de afuera”. Se planteaban las labores del próximo día, en que había que madrugar, y por tanto lo mejor entonces era irse a la cama.

 

El desayuno se verificaba sobre la marcha, según a cada cual le conviniese, después del madrugón para llevar las cabras, o entre un trabajo y otro, y consistía generalmente en un tazón de leche y gofio con algunos higos pasados. Muchas veces era sustituido por un plato del puchero del día anterior, si hubiese sobrado, debidamente recalentado y acompañado de gofio. El pan era un lujo muy esporádico, cuando alguien que subía traía alguno, y tampoco se podía prodigar pues el efectivo siempre era escaso para cubrir lo que no se obtenía de la tierra, como la ropa, calzado, utensilios de labor, los manteles e hilo del bordado, algunas semillas, etc.

 

Organización social

 

Ante la avalancha de ruidos, tensiones, multitudes, presiones y depresiones nerviosas, gamberrismo e inundación de noticieros por los cuatro costados, para muchos, tal lugar podría parecer casi un paraíso: paz, silencio interrumpido por un balido o el canto de un gallo; paciencia en un trabajo continuado y duro pero no agobiante, donde hacer un alto para saludar al vecino que por allí pasaba y charlar un rato mientras se echaba un cachimbazo o las mujeres intercambiaban sus últimas noticias caseras, formaba parte del trabajo; donde las enfermedades de nervios eran inconcebibles; en que cualquiera se iba a las labores y dejaba la puerta abierta con toda tranquilidad y el respeto a lo privado y a los mayores suponía algo tan normal como la noche y el día; lo que interesaba era lo inmediato, lo próximo, si llovía o el precio del centeno.

 

 

Pero el amanecer nos cogía ya de pie, y lloviese o el sol “rajase las piedras”, hiciese frío o viento, había que cuidar del ganado, de lo sembrado, de la casa... El alumbrado consistía en “jachos” de tea y faroles con velas de sebo. Unas alpargatas tenían que durar lo indecible17. Ante una enfermedad grave, no había apenas dónde recurrir; no existían ni seguros ni seguridad social de clase alguna. El cansancio no tenía nombre y el descanso era un lujo. Y las comodidades de la casa eran mínimas, muchas sin servicios reales ni duchas ni posibilidad de lavarse apenas, a pesar de llegar con el polvo y el sudor por todas partes del cuerpo o lleno del pegajoso barro. No todo era cordialidad y ayuda mutua. A veces, y por minucias incomprendidas, surgían ciertas rencillas entre familias que amargaban las relaciones durante algún tiempo. Casi siempre los hijos ya mayores lo olvidaban y volvía la sencilla comunicación cotidiana. Y sobre todo, los años malos de sequía o temporales, cuando los cultivos se perdían y no había apenas con qué subsistir ni cómo conseguir nuevas semillas...

 

Sin embargo, por lo que se detecta en las personas mayores que allí vivieron, que cuentan, hablan y comentan aquella vida, posiblemente había más felicidad que hoy. No existía el ser humano anónimo, ni la masa; todos eran personas individualizadas con su nombre y casi todos con sobrenombre como identificador cotidiano. No había tiempo para aburrirse y cualquier momento libre representaba un verdadero y agradecido regalo. Un señor ya entrado en los ochenta años, pero con buena memoria, me comentaba mientras otros de la reunión asentían con la cabeza:

 

Mire usted, los viejos, de siempre, hemos criticado a los jóvenes, pero no se mire mal; no se hacía por molestar ni para reprochar o hacer daño. Era una forma de empujarlos a superarse. Era una manera de demostrar la experiencia de los mayores para que los jóvenes aprendieran. En el fondo todos lo sabíamos y por todos era admitido como natural, si acaso y a escondidas, una risita de los chicos con... ‘las cosas de papá o abuelo...’. Pero yo le digo que hoy, sí que critico con acidez y pena al mismo tiempo. El joven ha roto con todo lo anterior; por no tropezarse con una azada, es capaz de dar la vuelta por el otro lado. La tierra les causa miedo y el trabajo es el diablo. ¿Pero no los ve por ahí, apalancados en la carretera o en el bar, sin tener qué hablar y, algo que echo mucho de menos, sin saber reír? En nuestra juventud cualquier pequeño incidente era una diversión de risa alegre, rotunda, llena de vida plena. Cuando al oscurecer nos reuníamos sintiendo cómo nos entraba el descanso del duro día, nuestras risas se oían del lomo de enfrente. Hoy no saben ni reírse...”.

 

Cuando hablan de descanso como lujo, no se refieren a la inactividad paralizada a la que hoy estamos acostumbrados y, en cambio, sí entraba en tal capítulo lo que entendían por diversiones o fiestas. Una fiesta era el que las chicas jóvenes, aprovechando unas horas del atardecer de unos días más tranquilos, consiguieran que los señores tocadores del acordeón y el de la guitarra18 fuesen a la casa de una de ellas, en cuyo salón más despejado se organizaba un improvisado baile, sin mirar demasiado el día de la semana, pues entre un domingo y un lunes, poca diferencia había. Diversión era tener un rato liberado para ir a La Costa, y que mientras el padre echaba la caña tratando de coger alguna vieja o unos pejes verdes con la gueldera, las mujeres y los niños recorrían todo el callao de la marea baja, mariscando, cogiendo lapas y burgados.

 

 

Tres fechas eran importantes en el año. Una era la Semana Santa, en que iban generalmente a la capital municipal de Mazo, pasando el día allí (uno de los escasos contactos con el culto católico, que pocas oportunidades tenían de seguir, pero que no olvidaban). Corrientemente en las casas había rincones que cuidaba la abuela, con cruces y cuadros de la virgen y de santos. Las cruces, en muchos lugares estratégicos de los caminos, la mayoría como recordatorio de una muerte accidentada que nadie sabía ya cuándo se había producido, representaban a la vez cierta aprensión misteriosa y consideración de respeto, procurando cuidarlas, y en su día (tres de mayo) llevarles de las pocas flores que se daban por allí. Otra era Navidades, en que solían ir a la iglesia de San Antón en Fuencaliente, que quedaba más cerca y había que regresar de noche. Y los Carnavales, en que se procuraba hacer algo especial en la comida casera, como era arroz o garbanzos con algunas sopas de gallina vieja (así lo cuentan, como un acontecimiento importante), lo que suponía un verdadero extra. Ese día el vino circulaba un poco más. No eran estas tierras de mucha viña, por lo que generalmente el vino había que conseguirlo arriba, comprado o cambiado con algún pariente mediante el sistema de intercambio de regalos; por ello, generalmente, al contrario de lo que ocurría en Fuencaliente o en los barrios altos, aquí abajo escaseaba y se “acondutaba”. Incluso se iba, aunque muy esporádicamente, a algún baile de la parte alta. Otra fiesta especial era siempre la esperada boda.

 

Ya cerca de los años cincuenta, esta cuestión de ir los bailes de los barrios de arriba se acentuó un poco más, sobre todo teniendo en cuenta a la chica (la hija casadera), a la que comúnmente era la madre quien la acompañaba y no la perdía de vista durante todo el tiempo.

 

Otro acto social destacado, aunque no de alegría, era el duelo: la muerte de un vecino, que se velaba casi toda la noche, entre tacitas de caldo y una copita de licor, para luego, y aquí llegaba lo difícil, llevarlo a hombros a enterrar al cementerio de Mazo, por aquellos intrincados caminos. Y para complicar la cosa, al entierro había que ir, como a la boda, con el traje nuevo y los zapatos, la mayoría de suela que resbalaba en las lajas empedradas, acostumbradas a las alpargatas. Me contaba un señor anciano que, por una serie de circunstancias de zafra urgente de ocupación vecinal, en uno de estos entierros quedaron solos él y tres más aptos para cargar, lo que hicieron durante todo el camino, viéndose necesitados de quitarse los zapatos, por las moleduras que éstos les causaban. El agotamiento al no tener sustitutos para alternar la carga, como hubiera sido lo normal, les obligaba a descansar a trechos, dejando el féretro sobre una pared, hasta llegar finalmente al cementerio.

 

 

Los caseríos no formaban una comunidad cerrada; estaba emparentada con los vecinos de los barrios mayores, bien por boda, como el marido de la chica que venía a trabajar y vivir al caserío, o a través de la nueva familia de la hija que se casaba y se iba a Tigalate o Fuencaliente. También por alguien que se marchaba y era sustituido por un pariente que le compraba o arrendaba. Pero el sistema de convivencia, adaptación, tradición, método de trabajo, etc., no cambiaba. Era cerrado en cuanto a innovación de labores o mentalidades, pero no tanto en los contactos con terceros.

 

Tal vez pudiera decirse que así como en lo material su aspiración era conseguir un máximo autoabastecimiento en su entorno vital, en lo social se consideraban suficientemente completos en su corto ambiente de familia y vecinos del caserío. Además, como decía uno de ellos, el tiempo no daba para más. Tal es el caso que, como decía al principio, la comunicación entre los dos caseríos citados era distante, como dos pueblos vecinos mucho más alejados. Se puede llegar a afirmar que, salvo alguna pequeña innovación más material que cultural, como en algún elemento de trabajo, algunos abonos y poco más –implantados ya a finales del siglo XIX o principios del XX–, la vida que conocemos por sus últimos habitantes, hasta principios de los años cincuenta, era igual a la del siglo anterior y a la de poco después de la conquista. Y no por ello se sentían limitados o aprisionados. Aquello era su hogar, lo mejor que conocían.

 

Era curioso en la comunidad el sistema de “prestar” la mula, los bueyes, la propia persona, así como el “regalo” espontáneo. Tal préstamo significaba que cuando uno necesitara la mula de otro, se la prestaba; y cuando el otro necesitase la yunta del primero, también se la prestaba; y cuando iban a sembrar las papas, los vecinos se prestaban a ayudarse. No había una norma, ni regla, ni obligación siquiera entendida como tal. Se trataba de una forma natural, espontánea, como el comer o atender al propio ganado, en que lo lógico, lo cotidiano, eran las prestaciones mutuas, sin tener casi conciencia de su significado de devolución, sin sentirse satisfechos por ello, sin pensar de ninguna manera en la posibilidad de negarse. En cierto modo, era una forma más de afirmar la supervivencia.

 

 

Con el regalo ocurría otro tanto, pero con distintas connotaciones comunitarias. Si un vecino más dado a la pesca traía más peces de los que necesitaba, regalaba a otro unas viejas y unos sargos19. Cuando alguno mataba el cerdo regalaba unos bistés. Cuando aquél traía un buen cesto de duraznos le daba a éste unos cuantos. Cuando las peras de alguno estaban maduras, regalaba un cesto. Era en cierto modo un intercambio no legislado, ni siquiera premeditado, que, como las prestaciones, hacían compartir con quien en aquel momento no lo tenía, pequeños excedentes cotidianos. La palabra ‘regalo’ no tenía el concepto que le damos hoy, ni encerraba el sentido de condescendencia que muchas veces le aplica el que da al que recibe. Constituía una normalidad sin importancia, pero que para el cotidiano vivir significaba dos cosas que sí eran primordiales: el sentido de cierta solidaridad y el conseguir que dentro de la penuria y de la escasez de productos variados, ésta resultase menor. El único préstamo que había era aquél de: “Maruca, que se me acabó el azafrán ¿puedes prestarme un sobrito que la próxima semana me lo traen de arriba y te lo devuelvo?”.

 

Su filosofía de la vida consistía en llevar esta sacrificada y dura existencia con la mayor simplificación: evitar todo lo que la complicase inútilmente; acoger las cosas con sencillez y con naturalidad. Por otro lado, asumir el esfuerzo, convencidos de que formaba parte de su propia existencia, como el agua que llueve o el fuerte sol. El esfuerzo era parte en todo momento del medio vital y, por tanto, era aceptado sin lugar a dudas y ni se planteaba la simple idea de rendirse ante él. Se quejaban del cansancio en el mismo sentido que del mal tiempo; incluso se procuraba, como ley natural, evitar un esfuerzo mayor por otro menor, buscando el simplificar; pero, repito, la concepción del esfuerzo cotidiano como algo natural era parte del entorno de la vida.

 

 

En el reparto de las tareas cotidianas, los hombres asumían el trabajo de llevar el queso y otras mercancías a Tigalate o Montes de Luna y comprar allí artículos de verdadera necesidad, con lo que perdían más de medio día. Pero sobre todo, tenían su principal trabajo en las labores agrícolas, destinadas en su mayor parte al sustento familiar, además de atender al ganado mayor; cuando la leña (generalmente de retama) escaseaba, les correspondía ir con la mula a la cumbre, por los caminos altos antes citados, en busca de una buena carga; también tenían que levantar las paredes de las huertas o del camino que se caían, etc.

 

El eje central de esta comunidad era, de un modo implícito nunca reconocido formalmente, la mujer y no el hombre. Éste sustentaba la autoridad, sobre todo hacia fuera y en las decisiones más importantes, desde luego oyendo siempre a la “parienta”. Pero la educación de los hijos, la marcha normal de la casa y la administración dineraria, en muchos casos, correspondían a la mujer20. Era la consejera del “hombre de la casa” que “no se notaba pero sí surtía efecto”, su “mano izquierda” en las dificultades sociales o familiares. Formaban en conjunto la partitura sobre la que se deslizaba la concordancia diaria familiar y del caserío. Además, cargaba en gran parte con el trabajo del hogar. Si lo analizamos, posiblemente tanto o más que el marido. Cuando amanecía, ya tenía lavada la loza de la noche anterior y la casa barrida, había calentado la leche o el puchero y había organizado a los chicos y a sí misma para ir a llevar las cabras a pastar, mientras bordaba en algún nuevo mantel. Preparar el almuerzo, recoger los huevos, hacer el queso, lavar (algunas veces en La Galera, con casi dos horas para ir y otras dos para volver), ayudar en faenas como la siembra o la recolección, preparar la cena (las comidas se hacían cada día, ya que no había neveras y, por ser costumbre secular, había que comer siempre caliente y recién hecho); acostar a los niños y, finalmente, tener un ratito, tal vez el único distendido en el día, para intercambiar con el marido el “cómo van las cosas”.

 

 

Hasta la medicina cotidiana era de su incumbencia. Las enfermedades podían ser del tipo casero, que se solucionaban con infusiones de hierbas, fomentos y cataplasmas. En las muy graves, había que trasladarse a Mazo a ver si se conseguía que el médico (o practicante) viniese en el caballo a visitar al enfermo. También era normal recurrir al curandero, que con algunos rezos, hierbas, masajes, etc. solía resolver algunas molestias medianas. Por lo general predominaba la salud. El estilo de vida ajustado al entorno, el clima, la alimentación y la fortaleza física lo solucionaban casi todo.

 

En cuanto a los niños, aprendían pronto a contribuir al quehacer diario y a integrarse como un ser activo más de esa sociedad. Las cabras, gallinas, buscar leña, recoger la fruta, etc., eran sus primeras labores; las niñas, además, ayudaban a la madre en las funciones caseras.

 

 

Éstas, en cuanto futuras mujeres, eran aleccionadas con sabias y eficaces lecciones de psicología doméstica; iban aprendiendo “cómo llevar” a los varones según el carácter, el “pronto” de cada uno, de acuerdo con lo que conviniese para el bien de la familia. Entre los más destacados principios se les inculcaba que tenían que hacer todo lo posible por casarse.

 

Hasta bien entrado el siglo XX, escolarizarse o aprender a leer era algo casi imposible y prácticamente utópico, dadas la lejanía de la posible escuela y la necesidad de cada elemento de la familia para la labor cotidiana. Ya después, con una escuela en Montes de Luna, se procuraba que aprendiesen a leer, escribir un poco y algo de sumar y restar, de manera que algunos niños comenzaron a asistir, pero generalmente bajo las siguientes condiciones: un hermano iba un día y otro al día siguiente; se levantaban apenas comenzase a aclarar; se llevaban las cabras a pastar; se regresaba sobre las ocho y media para desayunar y subir a la escuela (una hora larga de camino pendiente), para regresar a mediodía, almorzar y continuar con las distintas labores agrícolas que hubiese que desarrollar, pues los trabajos a su cargo no tenían sustituto. Los jóvenes con trece o catorce años, o incluso antes, eran ya considerados capaces para las faenas de los grandes. No, en cambio, para participar en las conversaciones de los mayores u opinar con derecho, para lo que, manteniendo su estatus anterior, seguían siendo “los chicos”. Allá por los veintiún años o cuando venían del cuartel (último siglo), pasaban inconscientemente a formar parte de la “asamblea de los hombres”.

 

 

En el sentido del trato social amistoso, había un rito que representaba al mismo tiempo la cortesía tradicional y la gustosa disponibilidad del tiempo a “gastar” con el otro. Era el café: el pasar cerca de la casa de Juan o dar un recado a éste, significaba que, aparte de los saludos de rigor, opinar sobre el tiempo, preguntar por la familia (introducción), se invitaba a tomar un café. No importaba la hora del día ni a qué se iba: el tomar el café era un acto de aceptación de la amistad y buena disposición del invitante e invitado; hoy yo, mañana tú, etcétera. El sacarlo del cacharro con tapa bien firme para que no se perdiese su esencia, poner el cazo con agua al fuego hasta hervir, el colocar el café molido en el filtro-escurridor de trapo para dejar que el agua fuese cayendo lentamente en el recipiente afín, servirlo en su taza (pocas cosas de cierto lujo tenían uso diario como las tazas de servir el café), ofrecer el azúcar, y comenzar a saborearlo, era un rito genuino, de unión, que transcurría lentamente, como lentamente iban fluyendo las palabras de noticias sobre la sementera, de qué lado habían quedado las cabañuelas21, la cabra que parió ayer, o la Charo (la hija) de la que estaba “enamoriscado” el hijo de Perico, incluyendo algún que otro chascarrillo o crítica, ya en voz más baja y mirando a cada lado, sobre el vecino “agarrao” o la solterona de al lado. Eran varios los cafés que al día podían surgir; y si no había tales ocasiones, de todas maneras, al regresar de sachar las papas o de ordeñar las cabras, no venía mal un cafelito. Lo que pasaba era que, salvo en ocasiones de mucha importancia, era de cebada. El verdadero era un lujo demasiado caro para lo que costaba conseguir unos reales.

 

Reuniones y leyendas

 

Ya al oscurecer, en los días que las labores tenían menos demanda, solían los hombres reunirse en el patio de alguna casa más central, de un modo que parecía impensado ya que no había cita de día, hora, ni lugar; pero bien porque dos tenían que ir a ver a Juan y otros veían de lejos un grupo y “pues voy acercarme a casa de Juan un momento”, allí estaba la mayor parte de la comunidad, cuando la sombra del volcán Cabrito ya anunciaba la noche, sentados en los muros del patio, acercándose luego algunas de las mujeres, que permanecían de pie y cerca del marido; los chicos “hombrecitos” algo más retirados, y después los más pequeños guardando las distancias. Las palabras salían sin prisa, con grandes pausas entre una y otra intervención, opinando sobre lo cotidiano, la última pesca, la próxima lluvia.

 

 

Las noticias lejanas de si ahora había un gobierno sin rey o que hay otro alcalde en la ciudad, “de los Masiú, que a ver si se ocupa de ayudarnos al arreglo del camino del Retamar”, cuestiones, salvo esta última, que se trataban de pasada, para irse acercando a lo actual, lo cercano, la experiencia de cada día: el nuevo hijo de Pedro y los precios de los higos pasados; señalar fechas para las próximas siembras de mutuas ayudas. Y seguir derivando a los recuerdos del pasado, comenzando por lo próximo, lo que le pasó a mi mula hace unos meses cuando perdió la herradura, a mi abuelo hace años cuando quisieron cobrarle no sé qué impuestos, hasta llegar a asuntos cada vez más etéreos como las ánimas del purgatorio, los aparecidos o las brujas. Entonces las mujeres se “arripiaban” y los chiquillos, que se habían acercado algo más, callados respetuosamente y semiocultos, se asustaban y miraban a la oscuridad ya encima de todos, con recelo o, mejor aún, con miedo.

 

 

Pues el otro día me comentaba Paco el de Lola que la otra noche que salió a echar un ojo a la vaca que estaba próxima a parir, volvió a ver la luz de la montaña del Azufre, cómo bajaba despacito hasta la orilla del mar”. “Pues es posible; no hace mucho, bajando yo por la cuesta del Barranco Roto, cuando fui a llevar el queso a Tigalate y se me hizo de noche por encontrarme con Tomás el de Elvira, que se empeñó en que tomase un café en su casa y probase el vino nuevo, cuando, pensando en otra cosa y mientras volvía a encender el jacho que se había apagado, miré hacia allí y allí estaba moviéndose lentamente hacia el mar; me paré un momento por si estaba equivocado, pero no; allí estaba y lo que hice fue aligerar el paso para llegar cuanto antes a la casa”. “Me decía Francisco el Pargo que una noche de la semana pasada fue en el barco con Casimiro el de Barreto de pesca y, tratando de echar las liñas por aquellas aguas, vieron cómo la luz aparecía desde la montaña, por lo que no se preocuparon más del mar esa noche, pues como ustedes saben, cada vez que se le ve, es inútil tratar de pescar, pues no se coge nada”. Alfredo, hijo de la sobrina de Juan, que vivía en Fuencaliente y que había venido unos días con la disculpa de ayudar a la siega y escacho de la espiga del centeno (la verdad era que miraba con buenos ojos a la hija del vecino, Paco el de Lola), algo había oído, pero desconocía el asunto de verdad, y preguntó: “¿Pero qué es eso de la luz que se mueve?”. Hay un pequeño silencio y una mirada a la lejanía. “¿Pero no lo sabes? –intervino Julio Chirri22–. Pues resulta que, hace muchos años, un hombre bajaba desde Tiguerorte al callao a pescar. Al llegar a la montaña del Azufre, cuando ya la noche se venía encima, se dio cuenta de que se había olvidado de los jachones de tea para alumbrarse. Entonces estaba pasando por la cruz que allí hay (que sustituye a la anterior) y con una piedra rompió sus brazos que eran de tea para utilizarlos a tal fin. Siguió alumbrándose hasta el mar y al día siguiente lo encontraron ahogado en la orilla, seguramente caído desde el acantilado. Desde entonces, muchas noches todos hemos visto cómo una luz sale desde esa cruz y, despacito, como al paso de un hombre, baja hasta el mar. Los pescadores que la ven, dan la vuelta pues saben que ese día, mejor dicho esa noche, no cogerán pescado alguno”.

 

 

Y continúan con el del burro que a media noche, echado en medio del camino, amenazante, no les dejaba pasar, y responden a sus amenazas tirando de cuchillo y logran darle un corte que cogió una oreja; que con esto el animal desapareció no se sabe cómo, y a los pocos días vieron pasar a una mujer mayor, rara y desconocida de aquellos contornos, con una oreja cortada. Brujas que se aparecían bajo la forma de cerdos. Niño recién nacido, encontrado afuera en unos huertos, lejos de su cuna, con la sangre chupada. “Yo sí recuerdo –contaba Señor Manuel– que una noche, cuando estaba terminando la habitación trasera, había dejado unos tablones en la entrada, pues la puerta no estaba terminada, para que los perros no se colaran al queso, y de madrugada oí que alguien los estaba desclavando. Me levanté, salí y allí estaban tirados en el suelo. Los puse y volví a la cama, y al rato, lo mismo: y otras veces más, hasta que, ya cabreado y asustado también, me santigüé y dije ‘Jesús María y José’, y me volví a la cama y ya no ocurrió nada más, y por la mañana los tablones estaban en su sitio, donde los había dejado clavados...”.

 

 

Y seguía una interminable relación de casos, hasta que ya una de las mujeres daba una orden, rogando: “que mañana hay que levantarse temprano, antes de que el día recaliente como hoy...”; y la reunión se iba disgregando, con los niños pegados a las faldas de sus madres y éstas a sus maridos, que llevaban el jacho encendido para alumbrar el camino, mirando de reojo a la lejanía de la montaña del Azufre, o a un gato negro cercano.

 

Final

 

Era un ejemplo de cómo vivían, entre un semiautoabastecimiento y un trabajo intenso pero no agotador, gran parte de los pequeños agricultores de la isla. Diferente de los que habitaban cerca de las zonas de monocultivo, que en épocas de auge alcanzaban un nivel económico más desarrollado y, en las de depresión, hambre. Ya en los años cincuenta, principalmente la apertura de la emigración a Venezuela, ciertas mejoras económicas por salarios mayores en la platanera o en la construcción como peones, etc.; y la comunicación por ondas, la radio, que comenzó a explicar que había otros territorios más prósperos y paraísos al alcance de la mano, consiguieron despoblar este lugar. Contribuyó no poco el daño del temporal de 1957, así como una mayor abundancia de agua en otras zonas, por la apertura de galerías23.

 

Me pregunto que, si de las inmensas ayudas que el Estado dio en créditos muy baratos a largo plazo, no menos a fondo perdido, en infraestructuras de carreteras y canales y cuantas otras facilidades de exención de impuestos fuesen necesarias para el monocultivo de la platanera, se hubiese dedicado una pequeña parte, un 20 %, en estos territorios y similares, en lugar de dejarlos discriminados, cuánto no hubiese cambiado la situación de la isla, en una mayor variedad agrícola, en un mayor autoabastecimiento (dinero de la isla, empleado en la isla, que vuelve a la misma para crear más riqueza), en un equilibrio más racional y social, en un menor temor a la continua y cada vez más cercana caída del monocultivo. Y sobre todo, cuánta más justicia se hubiese hecho, considerando dentro de la población isleña a todos por igual.

 

 

Bastantes huertos cercanos al Barranco Hondo desaparecieron, arrastrados por la riada del citado temporal del año 1957 que tanto daño hizo en todo el este de la isla24. El referido barranco parte desde el volcán Cabrito, a unos 1.800 m de cota, y a él se le unen los de Mederos, Patitos y otros menores, por lo que cuando hay fuertes lluvias arrastra bastante caudal. Que los vecinos recuerden, ningún damnificado fue ayudado para paliar tales pérdidas, al contrario de lo que ocurría en las zonas “mimadas” cada vez que algún temporal hacía algún daño.

 

Hoy es sólo un recuerdo, el esqueleto de una época de cerca de quinientos años y a la que, en diez, se le abocó a su total desaparición. Es el signo de todo lo que ocurrió con la agricultura tradicional de la isla. Y no porque la platanera no fuese necesaria (no se le discute la formidable ayuda que se le dio, que buena riqueza trajo a la isla), sino porque todos somos iguales y, a medio y largo plazo, la ayuda a lo segundo habría sido tan importante como a lo primero.

 

 

Nota casi un réquiem

En mi interés por saber más y más de aquel entorno, siempre preguntaba y preguntaba, contestándome la gente con amabilidad, ateniéndose, pienso, a los hechos. Se habló de sequías, temporales de viento, lluvias torrenciales, enfermedades como cierta gripe, que afectaba a casi la totalidad del vecindario, etc., pero nunca salió a colación un incendio generalizado. Estos días encontré a personas que de pequeñas allí estuvieron con sus padres. Nunca oyeron de tal cosa. Cuando más, esporádicamente un pajero o una casa particular que con la ayuda de los comarcanos se apagaba.

 

Pues resulta que el incendio de Fuencaliente en julio de 2009 bajó hasta Barranco Hondo (no lo creí hasta que lo he visto en estos días), quemando varias viviendas como la de Garrafón (tal era el apodo de su último dueño), de dos pisos y con gran pino y palmera a su vera, que se derrumbó quedando el piso de abajo sin techo. Cosa justificada por ser el sostén principal de toda la armadura de esas casas de madera.

 

Si ya este poblado parecía condenado a pasar a una anónima historia, aunque algunos descendientes se habían preocupado por cuidar un tanto alguna vivienda o sembrar verduras que aquí abajo se daban mejor que arriba, debido a su mejor clima y a que hoy día el canal hacia Fuencaliente pasa un poco más alto y facilita agua, ahora estimo, con verdadera aflicción, que sí ha llegado su fin como entidad que, a pesar de sus desperfectos y vejez, representaba una personalidad singular. Ahora, repito, éste es su postrimero adiós.

 

Notas

1 El volcán permaneció en erupción entre el 2 y el 16 de octubre de 1646. Además de los temblores de tierra y de las grandes cantidades de arena volcánica, que provocaron enormes perjuicios a los habitantes de la isla, produjo cuatro ríos de lava que arrasaron el municipio de Fuencaliente. Véase: Rodríguez Fariña, Agustín. Los caminos de La Palma. Santa Cruz de La Palma: Cabildo Insular de La Palma, 1993, cap. 39.

2 Camino de los primeros de la isla, pues diez años después de la conquista, en data de repartimiento de tierras relativa a la fuente de Aguasencio, se hace ya referencia a él como lindero a su paso por Mazo (data del 3 de mayo de 1508, del escribano público Luis de Belmonte).

3 La voz común ‘time’, que gozó de gran vitalidad en el pasado y que se encuentra en manifiesto desuso en la actualidad, tiene en La Palma el valor de risco alto, eminencia, cima o borde de un precipicio o de una ladera; puede presentar la forma masculina y femenina: ‘el time’, ‘la time’. La peculiar estructura de ‘time’ alude claramente a su procedencia del substrato indígena, y Wölfel señaló sus paralelos bereberes: ‘timme/timmawin’... ‘timmi/timmiwin’ (salto desde la montaña). Véase: Díaz Alayón, Carmen. Materiales toponímicos de La Palma. Santa Cruz de La Palma: Cabildo Insular de La Palma, 1987.

4 Su recuperación en lo esencial no parece muy difícil: la limpieza de matorrales, la retirada de piedras y la reparación de algunas paredes no supondrían sumas tan altas como las que se han gastado en cosas menos interesantes cultural y turísticamente; más aún, si hubiese prestaciones vecinales, como siempre se hizo, aunque éstas fueran testimoniales, se podría despertar la necesaria conciencia de nuestros valores comunales. Eso significaría no olvidar nuestras raíces, historia y cultura tradicional, recuperando también la belleza.

5 “2 pesos a Agustín herrero de 200 clavos de tisera 49 reales pts dados a la gente de la Paloma, y 5 hombres que fueron en el bote a buscar una barcada de piedra que faltó a Belmaco”. Martín Rodríguez, Fernando Gabriel, Arquitectura Doméstica Canaria. Santa Cruz de Tenerife: Aula de Cultura de Tenerife, 1978.

6 La arquitectura rural de La Palma, tras las primeras aportaciones de los colonizadores gallegos, castellanos, andaluces, portugueses, etc., conserva un estilo con pocas influencias posteriores, dado su aislamiento. Es una arquitectura marcada por el clima y la orografía y basada en los materiales de cada zona: piedras de basalto, barro, toba, cal, y principalmente madera, destacando la de tea. Las construcciones ostentosas de los adinerados contrasta con la sencillez de la mayoría, donde rige la escasez y no se malgasta en nada innecesario, aunque tiene lo indispensable para una vida con cierto sosiego y tranquilidad. La planta suele ser rectangular, en forma de L o con estancias separadas por un patio, tapado en parte o no. Los techos son a dos o cuatro aguas, cubiertos con teja árabe de arcilla y acanalada. El andamiaje de maderas descansa sobre la solera, con las “limas tesas” sosteniendo la cumbrera, y con los hibrones (o pares) sustentando el ripiado y el tejado. Dentro, las vigas correas o tirantes. En algunos casos, por el lado de la puerta, el tejado se prolonga para formar una especie de porche, con buena orientación según el sol y vientos dominantes. Tiene dependencias anejas para albergar ganado, patio con flores y muro donde sentarse. En su construcción había que tener muy en cuenta las piedras esquineras, que en cierto modo eran el sostén principal del muro, el cual se construía a base de piedras de cabeza y lajas o tizones. Los huecos de las puertas tenían un chaplón (umbral) de madera fuerte, generalmente de tea, así como las gualderas laterales y la superior, “sobre”. El piso se afirmaba en un entarimado de tablas de sollado (generalmente tablones de pino tea). Las casas contaban con un aljibe que procuraba aprovechar el agua recogida por el tejal. Además, era muy estimada la pila o destiladera, especie de armario cuadrangular en que se coloca una piedra de destilar que filtra el agua a una vasija de barro, que se llama según el lugar talla, tina o bernegal, que mantiene el agua fresca y cría con la humedad el culantrillo (Adiantum capillus-veneris). Véase: Rodríguez Fariña, Agustín. Op. cit., cap. 35.

7 Allí el barranco se encajona, formando una especie de cañón, quedando bastante hondo con respecto a los terrenos adyacentes. Seguramente de ahí le viene el nombre.

8 En estas costas abundan los cerrillos, vinagreras, retamas, morales, tederas, tuneras, verodes, tabaibas tipo higuerilla, retama, picón, gamona, higueras, moreras, tagasaste, lavándula, margaritas, bejuques, cerrajas, lechuguillas, literas, helecheras, cardos, falcaba, tomillo, salados, incienso, corazoncillos, etc. Se ve algún pino aislado sobre los 500 m de altitud, y cerca el cornical, alguna rubia, culantrillos, amor seco, hinojo, asparagus, orejones y malfurada. Hoy día vemos muchas yerbas y matorrales bajos con sus ramajes en parte comidos por conejos y cabras. A pesar del verano y de que no ha llovido desde hace tiempo, los terrenos están en gran parte cubiertos por los matorrales citados.

9 La harina para este y otros pequeños menesteres la hacían de trigo, molido a mano en un pequeño molino de piedra tipo aborigen que tenían casi todas las casas.

10 Camastro con patas tipo tijera, cuya partes superiores se unían lateralmente, la trasera con la delantera, por un listón; se formaba el sostén del colchón con sacos de lino “de los listados” (fabricados en la isla y marcados con tintes azul y rojo), clavándolos en los listones laterales. En lugar de la paja, a veces algunos colchones se llenaban con las hojas de las piñas de millo (mazorcas).

11 Una vez sembradas las papas en el fondo del surco abierto previamente con la guataca (y desde luego después de arar), en que también se depositaba algo de estiércol –en los años cuarenta y siguientes ya se usaba también un poco de guano–, antes de que retoñasen desde la tierra (máximo quince días), se procedía a allanar toda la superficie para quitar la hierba que había salido. En ese momento se aprovechaba para intercalar, haciendo un agujero con un palo, la siembra de la semilla de las judías o el millo. Ya las matas con diez o quince centímetros de alto, se procedía a “acecharlas”, abriendo un nuevo surco para que las lluvias lo llenasen, dejando las papas en el “camellón” debidamente abrigadas.

12 El tubérculo de la papa que se siembra en la misma zona en donde se recogió suele dar muy mala cosecha. Por eso era normal intercambiar las semillas entre “la alta, de medianía de montaña” y “la baja de la costa”.

13 El chocho (Lupinus albus) tiene un 32’4 % de hidratos de carbono y un 31’8 % de proteínas, abundando entre sus minerales (3’4 %) el potasio. Para su consumo precisa una larga maceración en agua salada. Véase: Rodríguez Fariña, Agustín. Op. cit., cap. 23.

14 Aunque predominaba el higo “mulato” había también del blanco (bordissot blanco), el negro (bordissot negro) y brevas (cuello de dama negro). El higo seco es muy rico en azúcar, llegando sus calorías a unas 280 por cada 100 g; tiene una gran cantidad de vitamina A y es muy alcalinizante para el organismo.

Los higos pasados al sol se ponían en cajas de tea, dejando en el centro un pequeño recipiente con azufre para que no se “bicharan”. La tradición indicaba que los higos pasados no se podían comer hasta que cayesen las primeras lluvias, o sea, hasta que el tiempo refrescase. Seguramente estaba esto basado en que durante los primeros meses, debido a la mayor temperatura, el fruto tiene un período de fermentación (que los hace parecer azucarados) y por lo tanto son irritantes o “calientes” para el estómago.

La riada de 1957 se llevó gran cantidad de higueras, y las que quedan se encuentran hoy casi abandonadas. Las manadas de cabras que andan sueltas por toda la costa las han destrozado casi por completo, como han hecho con otros frutales que pudieran haber quedado e incluso con algunas paredes.

15 100 gramos de almendras tienen un 21’4 % de proteínas, 18’5 % de hidratos de carbono, 53’9 % de grasas, 0’68 % de potasio, 0’2 % de calcio, 0’4 % de fósforo, vitamina A 250 U, vitamina E 45, etc. Véase: Rodríguez Fariña, Agustín. Op. cit.

16 El gofio era la base de alimentación más importante. Sustituía al pan. Participaba en cada comida. Su principal composición en Las Breñas era: por cada 5 kg de trigo, 3 de millo y uno o dos de chochos; en algunos casos se le añadía también algo de cebada, todo debidamente tostado. En el caserío de Tigalate Hondo no existe opinión unánime, pues en casi todos los sitios cada vecino tiene su propia receta con pequeña variación, aunque parece que ponían algo más de cebada. Lo primero que había que hacer era tostarlo, cuestión que correspondía a la mujer. Era un arte y un trabajo muy molesto, pues tenía que pasarse horas ante un fuego de leña relativamente intenso sobre el que estaba el tostador, moverlo constantemente con el fin de que se tostase de forma pareja, todos los granos de modo similar, y saber el punto exacto de tueste: si se pasaba, quedaba algo de amargor en el gofio; si se apartaba antes, el sabor era algo harinoso. Luego, en la mula, el hombre o el chico mayor lo subía al molino de viento que había en Montes de Luna; generalmente la molienda era para un par de semanas. Según cálculos, una familia de ocho miembros consumía unos seis kilos en trece o catorce días.

17 Contaba una señora mayor que los niños apenas utilizaban las alpargatas. Allí se andaba descalzo, y sólo se las ponían para ir al pueblo o en alguna ocasión muy excepcional. Se adquirían con uno o dos números de más, para que cuando el pie creciese les siguiesen sirviendo, con lo que durante largo tiempo se rellenaba la punta de papel. Ya señorita, cuando se iba a la fiesta de Semana Santa, por ejemplo, los zapatos (generalmente los únicos durante muchos años) se llevaban en una bolsa y sólo al llegar cerca del destino se sustituían las alpargatas, las que se guardaban por allí para a la vuelta volver a recambiar.

18 Parece que siempre había alguien que sacase algún sonido rítmico de estos instrumentos, parecido a una jota, casi por herencia, ya que algunos de los chicos se aficionaban al instrumento que tocaba su padre, lo que además tenía el incentivo de suponer un pequeño ascendiente en la comunidad, que venía a rogarle que “formase un bailito”.

19 Según los vecinos más antiguos, que vivieron allí la mayor parte de su existencia, la pesca entonces era abundante. No existían ni las actuales redes de trasmallo, ni la pesca submarina, ni los cartuchos de dinamita, que tienen todo diezmado. En aquel entonces en unas horas podía cogerse un cesto de viejas y sargos a la caña.

20 Comúnmente, el poco dinero conseguido por la venta de los productos se repartía de la siguiente manera: una parte se guardaba para la compra de las semillas, nuevo cerdo, sustitución de aperos, etc. Otra era para el común complementario de la comida y para el vestido, así como para reparaciones caseras. El marido se quedaba con una pequeña parte para el tabaco y sus cosas. Otra se escondía como un fondo para imprevistos, enfermedades y demás, los que pronto volvían a ver la luz, al sobrevenir un accidente, las sequías o temporales que estropeaban las cosechas. Y otro para ir preparando la dote de las chicas, representada casi siempre en telas, manteles, colchas, etc. Si el año había sido muy bueno, se pensaba en comprar un nuevo mulo pues el que tenían hasta entonces era ya viejo, o bien añadir una nueva habitación a la casa, pues los chicos estaban creciendo. Y si se habían repetido dos o más años de sequías, lo primero era pagar las deudas que forzosamente habían surgido por compras de semillas y otras necesidades perentorias.

21 Sobre las cabañuelas, véase: Rodríguez Fariña, Agustín. Op. cit.

22 Nombres ficticios todos.

23 En 1850 había unas 400 fanegadas de regadío en la isla. Cien años después apenas había aumentado a unas 700. Fue a partir de 1950 cuando comenzó a crecer el caudal de agua obtenido, llegando a las 350.000 pipas cada 24 horas, lo que casi cuadruplicaba lo anterior. Esto fue haciendo cambiar los rasgos del paisaje agrícola, con una regresión de los suelos de secano y un aumento de los de regadío, con la saturación de la platanera y la aparición del aguacate.

24 El día 15 de enero comenzaron las fuertes lluvias, especialmente en Las Breñas. En la madrugada siguiente arreció el temporal y se desbordó el barranco de Aduares, llevándose todo a su paso por Los Llanitos, Breña Alta, y continuando por Breña Baja. En total hubo en la zona 12 muertos, 14 desaparecidos, varios heridos, 240 evacuados, 49 casas derruidas, y todos los cultivos, huertas, ganado y arboleda arrasados. Más abajo, con el barranco de Aguasencio incorporado, la riada cortaba la carretera general. Las causas de la concentración de agua en el barranco de Aduares fueron varias: la gran cantidad de afluentes que tiene, el estar los terrenos semiimpermeabilizados por las cenizas del volcán San Juan, y la fuerte presión de las talas, que se habían prodigado por esos años.

La situación en casi todo el este de la isla, incluido Mazo, fue equiparable a la de Las Breñas, y aunque no hubo pérdidas personales, los daños en terrenos agrícolas fueron inmensos. Véase: Rodríguez Fariña, Agustín. Op. cit., cap. 33.

 

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